Summum ius summa iniuria. Cicerón y su De officis siguen estando de actualidad, máxime si nos referimos a determinadas actuaciones administrativas. Que las sanciones no pueden tener finalidad recaudatoria es algo que parece conocer la inmensa mayoría de los ciudadanos. Que las sanciones no tienen finalidad recaudatoria es una de las excusas más usadas por políticos y funcionarios públicos. Pero ¿cuál es la realidad de la actividad administrativa sancionadora en España? Intentaremos dar respuesta a esa pregunta en este artículo aun reconociendo que toda generalización es por definición inexacta.
La normativa vigente en materia de tráfico y seguridad vial es punto de encuentro de muchos administrados que se sienten maltratados por los poderes públicos al considerar que la actuación de estos es, en la práctica, un mecanismo recaudatorio encubierto tendente a equilibrar los desajustes presupuestarios. Todos conocemos en nuestras ciudades calles o viales en los que el límite de velocidad es generalmente excedido por la mayor parte de los vehículos que por ellos transitan. También sabemos (y padecemos) que esos puntos son aprovechados con enorme frecuencia por las autoridades municipales para situar radares fijos o móviles, preferentemente no anunciados. El debate se plantea aquí en los mismos términos antes reseñados. Para el conductor cazado por exceso de velocidad, el radar no es sino una trampa recaudatoria que en nada contribuye a mejorar la seguridad vial. Para la –en este caso- muy diligente Administración local esa práctica contribuye a mejorar la seguridad de conductores y peatones y de ninguna manera tiene la finalidad de incrementar el saldo de las arcas municipales.
El anterior ejemplo es, probablemente, el más gráfico y cercano al ciudadano medio pero no es, ni mucho menos, el único. En distintos sectores de la actuación administrativa (y, por tal, podemos entender también el ámbito tributario) encontraremos casos igual de controvertidos. No es infrecuente que la aplicación de las normas urbanísticas, medioambientales, fiscales o de simple convivencia ciudadana de lugar a plantearse nuevamente la cuestión de si la Administración que sanciona está buscando el interés general o sólo reflotar su presupuesto.
No faltan opiniones en uno u otro sentido basadas en consideraciones filosóficas o sociológicas. Por un lado están los que defienden que la Ley debe cumplirse en todo momento y sin excepción y, por lo tanto, sancionarse todas las conductas que le resulten contrarias con la única limitación material de los medios que la Administración Pública tiene para controlarlas (por ejemplo, resultaría económicamente insostenible tener radares en todas las calles de una ciudad). Al otro lado se encuentran los que pretenden extender al ámbito administrativo sancionador el principio penal de que la actuación estatal debe ser el último recurso para castigar conductas especialmente peligrosas y reprobables.
Desde un punto de vista estrictamente normativo la aproximación a la cuestión resulta igualmente controvertida. Es difícilmente discutible que la tipificación legal de las infracciones no es papel mojado y que para su comisión está previsto un régimen sancionador con carácter general en todos los sectores de actividad regulados por nuestro ordenamiento jurídico. Pero tampoco se puede obviar la existencia del muchas veces olvidado artículo 3.1 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común en el que se establece que la actuación administrativa debe respetar “los principios de buena fe y confianza legítima”.
La postura más radicalmente pro-Administración, seguida por no pocos Tribunales, deja sin campo de acción los dos principios reseñados. Donde la tipificación de una infracción es clara no cabe sino sancionar al ciudadano que incurre en ella. El problema cabe situarlo en la frecuencia con la que la tipificación de las infracciones no es ni mucho menos clara –la técnica legislativa es manifiestamente mejorable en muchos de nuestros Parlamentos y Asambleas legislativas- o en las circunstancias que rodean el momento de aplicación de la norma que define la infracción a los hechos que pretende sancionar.
Nuevamente la materia del tráfico y la seguridad vial nos ofrece un ilustrativo ejemplo sobre los vicios administrativos en la sanción de determinadas infracciones. Algunas Administraciones locales ponen especial interés en que vías que pertenecían a la red estatal o autonómica de carreteras pasen a ser consideradas viales urbanos con el pretexto de que han quedado ya integradas en la ciudad. La consideración como vía urbana lleva automáticamente aparejada que el límite genérico de velocidad sea de 50 km/h. Y no es infrecuente la situación en la que esa Administración local, aprovechando el cambio de titularidad de la vía, sitúa en ella radares para sancionar a quienes circulan a una velocidad superior a esos 50 km/h. Conductores que son los mismos que días antes circulaban legalmente por esa misma vía (antes considerada interurbana) a la misma velocidad por la que ahora son considerados autores de una infracción administrativa.
La postura contraria, la que de manera innegablemente interesada sostienen la mayor parte de los ciudadanos, es la de la extrema flexibilidad en la aplicación del derecho administrativo sancionador. Son muchas las voces que sostienen que las infracciones sólo deben ser sancionadas cuando suponen un grave riesgo para el interés público o, en general, para el bien jurídico susceptible de protección que motivó la tipificación de aquéllas. Volviendo al ejemplo que venimos usando, algunos ciudadanos consideran que circular a 70 km/h a las tres de la madrugada por una calle de tres carriles por cada sentido no reviste ningún tipo de riesgo susceptible de lesionar derechos de terceros y que, por lo tanto, no debería ser sancionado por mucho que esté tipificada esa conducta en la norma correspondiente.
Vivimos días en los que por cuestiones políticas resulta de mucha actualidad el debate relativo a la compatibilización de la voluntad popular con el principio de legalidad. Quien esto suscribe considera que tal debate es completamente artificial y estéril en la medida en que si existe el principio de legalidad es porque la voluntad de los ciudadanos, canalizada a través de los medios constitucionalmente establecidos, así lo ha querido. Particularizando la discusión al asunto objeto del presente artículo lo que interesa determinar aquí es si la aplicación estricta de la norma que tipifica una infracción puede tener efectos antijurídicos o no queridos por la generalidad de los ciudadanos. Toda respuesta genérica excluye excepciones que pueden no ser menores. En cualquier caso, entendemos que un Estado de Derecho sólo puede sostenerse desde la aplicación estricta de la Ley, sin reservas o dispensaciones distintas de aquéllas que estén expresamente previstas en la norma. Lo anterior no significa que toda actuación sancionadora de la Administración Pública sea legal por mucho que se ajuste a la letra de la Ley que pretende aplicar.
La solución al problema planteado probablemente esté en el siempre socorrido tertium genus aristotélico. La Justicia (con mayúsculas) sólo puede realizarsea través de una interpretación y aplicación razonable de las normas. Pero consideramos incluso más importante que las normas que rodean la tipificación de una infracción (que son muchas) sean creadas y aprobadas siguiendo los dos meritados principios de la buena fe y la confianza legítima en la actuación de la Administración y, por ende, de los poderes públicos. En otras palabras, no creemos que el verdadero problema se encuentre en la aplicación estricta de la Ley sino en que las Administraciones Públicas hacen uso de sus facultades con una finalidad distinta de la querida por el legislador.
La clave es, por lo tanto, determinar si ha existido o no desviación de poder en la actuación de un poder público. Sobre este concepto nos ilustra la muy conocida Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de diciembre de 1996 (RJ 1996\9022) que en su Fundamento de Derecho Segundo clarifica la función de los Tribunales en controversias como la aquí planteada en los términos siguientes:
“la incógnita sustancial que debemos despejar es la determinación de si bajo la forma jurídica de la sanción impuesta, cuya finalidad en el ordenamiento es la de castigar unos comportamientos irregulares, previamente tipificados en las normas como infracciones, en realidad el fin perseguido por laAdministración y determinante de su solución, ha sido ajeno a la función legal que hemos reseñado”.
Esa desviación se produce en muchos más casos de los que, desgraciadamente, corrigen los Tribunales. No todos son tan claros ni tan fácilmente demostrables como el enjuiciado por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en su Sentencia de 19 de enero de 1996 (RJCA 1996\134):
“demuestra que la actuación administrativa determinada por la intervención «a consecuencia de un acto de gestión personal y directa» de la inspectora, según reza en el impreso que utilizó, tenía por finalidad fundamental larecaudación de dicha cantidad por participación en la multa en el modo previsto por el art. 22 del Decreto de 11 marzo 1949, y no la finalidad derectificación de la situación de la actora, que, dadas las circunstancias no era posible.
Por tanto, de conformidad con lo establecido en el art. 83.3 de la Ley Jurisdiccional, dicha actuación administrativa aprobatoria del acta de invitación impulsada fundamentalmente por el interés recaudatorio de participación de la inspectora en la multa o recargo, debería en todo caso anularse por incurrir en desviación de poder”.
Negar la finalidad recaudatoria de algunas sanciones administrativas resultaría pueril y despegado de la realidad. Tanto como sería afirmar que la prueba de esa finalidad desviada es sencilla. Lo que parece recomendable es establecer filtros en el largo camino que media entre la creación de una norma y su aplicación por parte de la Administración Pública para evitar la tentación de actuar de manera desviada y alejada de los fines que debe perseguir todo proceso normativo.
El primer filtro debería situarse en el plano legislativo definiendo con precisión no sólo las infracciones sino la finalidad que se persigue con su sanción de modo tal que se ofrezca ab initio un parámetro interpretativo claro para el Tribunal que eventualmente deba conocer de la impugnación de una determinada actuación administrativa sancionadora.
El segundo filtro habría de localizarse en la concreta acción administrativa tendente a detectar la comisión de una infracción. Aplicar la Ley no sólo es necesario sino también obligatorio pero se ha hacer a todos y sin excepción. Lo que no es justificable es que una misma acción (volviendo al ejemplo utilizado, circular a una velocidad superior al límite legalmente establecido) sea sólo sancionada si quien la realiza es un particular y no cuando quien incurre en la infracción es un vehículo dependiente, directa o indirectamente, de la Administración con potestad sancionadora. Si esto ocurriera estaríamos ante un indicio o presunción suficiente para que un Tribunal anulara el acto sancionador por desviación de poder. Nada mejor que la publicidad de la actuación administrativa para verificar qué uso se está haciendo de la potestad sancionadora. Publicidad que hoy brilla por su ausencia.
Sin esos filtros, el éxito del ciudadano en su lucha contra una Administración desviada tendrá necesariamente que pasar por los Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo. Y en ese tortuoso camino encontrará un problema que no es menor: probar siquiera indiciariamente la finalidad recaudatoria de la Administración a la que se enfrenta que, con la normativa vigente, tiene todas las facilidades del mundo para evitar informar sobre su actuación sancionadora en relación con una determinada materia o lugar (volviendo a nuestro ejemplo de tráfico).
En esta materia, como en muchas parcelas de la vida, prevenir es mejor que curar aunque ello suponga dudar de la buena fe en la actuación administrativa.