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viernes, 9 de marzo de 2012

Tomado de John Stuart Mill. Sobre la libertad.


El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser nueva esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos,  especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que éstos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ello, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares, sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática ocupó una gran parte del superficie de la tierra y se mostró como uno de los miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el “poder sobre sí mismo” y el “poder de los pueblos sobre sí mismos”, no expresaban la verdadera situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especulación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría” entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual; encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en términos generales, es casi incontestable, la cuestión práctica de colocar el límite -como hacer el ajuste exacto entre la independencia individual y la intervención social- es un asunto en el que casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás. Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la opinión, después para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
No hay dos siglos, ni escasamente dos países, que hayan llegado, respecto de esto, a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es causa de admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o país dado no sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por sí mismas.
Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de la mágica influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que continuamente está usurpando el lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni a los demás ni a uno mismo, La gente acostumbra a creer, y algunos que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las hacen innecesarias.
El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la regulación de la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada uno, de que debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de aquellos con quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta que no esté sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinación de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo, su propia inclinación así sostenida no es sólo una razón perfectamente satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la interpretación de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es digno de alabanza o merecedor de condena está afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio; pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o ilegítimo interés. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre los nobles y los plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones así engendradas reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o aversiones de sus señores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque esencialmente egoísta, no es hipócrita, y ha hecho nacer genuinos sentimiento de horror; él ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la dirección de los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una consecuencia de las simpatías o antipatías que crecieron a su alrededor; simpatías y antipatías que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los principios morales.
Así los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas impuestas a la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión.
Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban más adelantados que la sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto, este estado de cosas, aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus detalles. Se han preocupado más de saber qué es lo que a la sociedad debía agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias debían o no ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de los sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a hacer causa común con los herejes, en general, para la defensa de la libertad. El caso de la fe religiosa es el único en que por todos, a parte de individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos, y no en el que menos en aquel en que representa uno de los más notables ejemplos de la falibilidad de lo que se llama el sentido moral, pues el odium theologicum en un devoto sincero es uno de los casos más inequívocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo de lo que se llamó Iglesia Universal estuvieron, en general, tan poco dispuestos como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero cuando el fuego de la lucha se apagó, sin dar victoria completa a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a retener la posesión del terreno ya ocupado, las minorías, viendo que no tenían probabilidades de convertirse en mayorías, se vieron forzadas a solicitar autorización para disentir de aquellos a quienes no podían convertir. Según esto, los derechos del individuo contra la sociedad fueron afirmados sobre sólidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla, y en él fue abiertamente controvertida la pretensión de la sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes. Los grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee, han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humanos pueda ser responsable ante otros por su creencia religiosa. Es tan natural, sin embargo, a la humanidad la intolerancia en aquello que realmente le interesa, que la libertad religiosa no ha tenido realización práctica en casi ningún sitio, excepto donde la indiferencia que no quiere ver turbada su paz por querellas teológicas ha echado su peso en la balanza. En las mentes de casi todas las personas religiosas, aun en los países más tolerantes, no es admitido sin reservas el deber de la tolerancia. Una persona transigirá con un disidente en materia de gobierno eclesiástico, pero no en materia de dogma; otra, puede tolerar a todo el mundo, menos a un papista o un unitario; otra, a todo el que crea en una religión revelada; unos cuentos, extenderán un poco más su caridad, pero se detendrá en la creencia en Dios y en la vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se encuentra poco abatida su pretensión a ser obedecido.
En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de nuestra historia política, aunque el yugo de la opinión es acaso más pesado, el de la ley es más ligero que en la mayoría de los países de Europa; y hay un gran recelo contra la directa intervención del legislativo, o el ejecutivo, en la conducta privada, no tanto por una justificada consideración hacia la independencia individual como por la costumbre, subsistente todavía, de ver en el Gobierno el representante de un interés opuesto al público. La mayoría no acierta todavía a considerar el poder del Gobierno como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando lleguen a eso, la libertad individual se encontrará tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya lo está hoy a invasiones de la opinión pública. Más, sin embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de todo intento de control legal de los individuos, en cosas en las que hasta entonces no habían estado sujetas a él, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto así la materia está o no dentro de la esfera del legítimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con frecuencia tan inoportunamente aplicado como bien fundamentado en los casos particulares de su aplicación.
Realmente no hay un principio generalmente aceptado que permita determinar de un modo normal y ordinario la propiedad o impropiedad de la intervención del Gobierno. Cada uno decide según sus preferencias personales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que remediar instigarían voluntariamente al Gobierno para que emprendiese la tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los intereses humano susceptibles de control gubernamental. Y los hombres se colocan de un lado o del otro, según la dirección general de sus sentimientos, el grado de interés que sienten por la cosa especial que el Gobierno habría de hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno la haría como ellos prefiriesen, pero muy rara vez en vista de una opinión permanente en ellos, en cuanto a qué cosas son propias para ser hechas por un Gobierno. Y en mi opinión, la consecuencia de esta falta de regla o principio es que tan pronto es un partido el que yerra como el otro; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervención del Gobierno.
El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública.
Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo.
Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Casi es innecesario decir que esta doctrina es sólo aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femineidad. Los que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros, deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores. Por la misma razón podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minoría de edad. Las primeras dificultades en el progreso espontáneo son tan grandes que es difícil poder escoger los medios para vencerlas; y un gobernante lleno de espíritu de mejoramiento está autorizado para emplear todos los recursos mediante los cuales pueda alcanzar un fin, quizá inaccesible de otra manera. El despotismo es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicación a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacífica discusión. Hasta entonces, no hubo para ella más que la obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna de encontrar alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanzó la capacidad de ser guiada hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (largo período desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos aquí), la compulsión, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades por inobservancia, no es que admisible como un medio para conseguir su propio bien, y sólo es justificable para la seguridad de los demás.
Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento de la idea abstracta de lo justo como de cosa independiente de la utilidad. Considero la utilidad como la suprema apelación en las cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido, fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos intereses autorizan, en mi opinión, el control externo de la espontaneidad individual sólo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a los demás. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los demás, hay un motivo para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan ser aplicadas, por la general desaprobación. Hay también muchos actos beneficiosos para los demás a cuya realización puede un hombre ser justamente obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya realización constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya inejecución puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una persona puede causar daño a otras no sólo por su acción, sino por su omisión, y en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso último exige un esfuerzo de compulsión mucho más prudente que el primero. Hacer a uno responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, la excepción. Sin embargo, hay muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar la excepción. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas del individuo, éste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos intereses fueron atacados, y sin necesario fuera, ante la sociedad, como su protectora. Hay, con frecuencia, buenas razones para no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben surgir de las especiales circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el cual haya probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su propia discreción que sometido a una cualquiera de las formas de control que la sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este control produzca otros males más grandes que aquellos que trata de prevenir. Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses de los demás que carecen de una protección externa, juzgándose con la mayor rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus semejantes.
Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por una participación libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a él mismo quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente tomada en consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Esta es, pues, la razón propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, a un cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas.
No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás.
Aunque esta doctrina no es nueva, y a alguien puede parecerle evidente por sí misma, no existe ninguna otra que más directamente se oponga a la tendencia general de la opinión y la práctica reinantes. La sociedad ha empleado tanto esfuerzo en tratar (según sus luces) de obligar a las gentes a seguir sus nociones respecto de perfección individual, como en obligarles a seguir las relativas a la perfección social. Las antiguas repúblicas se consideraban con título bastante para reglamentar, por medio de la autoridad pública, toda la conducta privada, fundándose en que el Estado tenía profundo interés en la disciplina corporal y mental de cada uno de los ciudadanos, y los filósofos apoyaban esta pretensión; modo de pensar que pudo ser admisible en pequeñas repúblicas rodeadas de poderosos enemigos, en peligro constante de ser subvertidas por ataques exteriores o conmociones internas, y a las cuales podía fácilmente ser fatal un corto período de relajación en la energía y propia dominación, lo que no las permitía esperar los saludables y permanentes efectos de la libertad. En el mundo moderno, la mayor extensión de las comunidades políticas y, sobre todo, la separación entre la autoridad temporal y la espiritual (que puso la dirección
de la conciencia de los hombres en manos distintas de aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidió una intervención tan fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represión moral fue manejado más vigorosamente contra las discrepancias de la opinión reinante en lo que afectaba a la conciencia individual que en materias sociales; la religión, el elemento más poderoso de los que han intervenido en la formación del sentimiento moral, ha estado casi siempre gobernada, sea por la ambición de una jerarquía que aspiraba al control sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espíritu del puritanismo.
Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la más irreductible oposición a las religiones del pasado, no se han quedado atrás, ni de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho de dominación espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone en su Traité de Politique Positive, se tiende (aunque más bien por medios morales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales políticos de los más rígidos ordenancistas, entre los filósofos antiguos.
Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay también en el mundo una grande y creciente inclinación a extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no sólo por la fuerza de la opinión, sino también por la de la legislación; y como la tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta intromisión no es uno de los males que tiendan a desaparecer espontáneamente, sino que, por el contrario, se hará más y más formidable cada día. Esta disposición del hombre, sea como gobernante o como ciudadano, a imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de conducta para los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino que crece, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, que en las presentes circunstancias del mundo hemos de verle aumentar.
Será conveniente para el argumento que en vez de entrar, desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento a una sola rama de ella, respecto de la cual el principio aquí establecido es, si no completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las opiniones corrientes.
Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas libertades, en una considerable parte, integran la moralidad política de todos los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los principios, tanto filosóficos como prácticos, en los cuales se apoyan, no son tan familiares a la opinión general ni tan completamente apreciados aún por muchos de los conductores de la opinión como podría esperarse. Estos principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de la que exige un solo aspecto de la materia, y una consideración total de esta parte de la cuestión será la mejor introducción para lo que ha de seguir. Espero me perdonen aquellos que nada nuevo encuentren en lo que voy a decir, por aventurarme a discutir una vez más un asunto que con tanto frecuencia ha sido discutido desde hace tres siglos.

¿Como reducir la costosa factura energetica española? La Caixa


¿Cómo reducir la costosa factura energética española?
En febrero, la Comisión Europea ha alertado del riesgo que supone el elevado déficit corriente español para la sostenibilidad de nuestra economía. De hecho, a pesar de la intensa disminución del desequilibrio exterior a partir de 2008, cuando superaba el 10% del producto interior bruto (PIB) español, este aún se mantenía entre los más altos de la zona del euro en 2011, con un 3,9% del PIB. El elevado déficit energético, cercano al 4% del PIB el año pasado, supone el principal obstáculo para el ajuste del déficit corriente. Reducir la factura energética es, por lo tanto, uno de los principales retos de nuestra economía, especialmente ante las perspectivas de mantenimiento del
precio de los bienes energéticos en cotas relativamente elevadas. El aumento de la eficiencia y del autoabastecimiento energético son las principales vías que permitirán avanzar hacia dicho objetivo. La cuestión radica en cuál es el margen de mejora del déficit energético.
La costosa factura energética española responde, principalmente, a dos factores: el reducido autoabastecimiento energético español y el nivel de eficiencia energética de la economía. En referencia al primero, el gráfico anterior muestra que la producción energética en España solo cubría el 26,2% del total de energía consumida en el país en 2010. Esta proporción se encuentra lejos de la media de la Unión Europea, del 47,2% concretamente.
La menor dependencia europea se debe a varios motivos. En algunos países, viene explicada por la existencia de importantes yacimientos energéticos. Este es el caso de Países Bajos o el Reino Unido, cuyas fuentes principales de energía nacional fueron, en 2010, el gas natural y el petróleo, respectivamente. En otros países, por el contrario, las energías renovables (que engloban la hidráulica, solar, eólica, geotérmica y biocarburantes principalmente) y la energía nuclear copan el grueso de la producción energética nacional. Así, en Francia, el 41,2% de la energía consumida
en ese mismo año provenía de sus centrales nucleares, mientras que en Austria, el intenso uso de fuentes renovables permitía abastecer el 24,8% del consumo energético interno. Por su lado, en Suecia, ambas fuentes de energía generaron el 63,0% del total de la energía consumida.
Por lo que respecta a España, la energía nuclear y las renovables generaron, respectivamente, el 47,0% y el 43,0% de la producción energética nacional. Los combustibles sólidos aportaron, por su lado, un 9% adicional. Sin duda, destaca el aumento del peso relativo de las energías renovables, que en 2010 ya producían el 11,4% del consumo total de energía frente el 5,4% registrado en 2002.
A pesar del buen comportamiento del sector renovable, el importante peso del petróleo y del gas natural en el total de consumo energético español mantiene elevada la dependencia energética del exterior. De hecho, las importaciones de ambos productos representaron alrededor del 70% del consumo energético a finales de 2010, una cifra 20 puntos porcentuales superior a la media europea. Ello expone a la economía española a la intensa volatilidad del precio de los bienes energéticos. Un claro ejemplo fue la escalada del precio del petróleo a principios de 2008, que aumentó el déficit energético del primer trimestre de ese año hasta el 4,7% del PIB trimestral, 1,6 puntos porcentuales
mayor que el registrado medio año atrás. Por otro lado, estas importaciones proceden de muy pocos
países que presentan, además, una elevada inestabilidad política. Así, el 67,3% de las importaciones españolas de petróleo y el 79,1% de las de gas proceden de países de Oriente Medio o del Norte de África, lo que no hace pensar que esta vulnerabilidad pueda disminuir a medio plazo.
La necesidad de reducir la dependencia energética del exterior es, por lo tanto, evidente. En esta línea se encuentra el objetivo recogido en el Plan de Acción Nacional de Energías Renovables de España (PANER) que pretende elevar, en 2020, la producción energética con fuentes renovables hasta el 17,9% de la energía primaria consumida en el país. De cumplirse este objetivo, y manteniendo estable la cobertura del resto de fuentes energéticas, el autoabastecimiento
español seguirá dibujando una senda creciente hasta alcanzar cerca del 33% del consumo final. De
hecho, de haber alcanzado este nivel en 2010, las importaciones de productos energéticos habrían sido un 7,0% menores, lo que habría significado una disminución del déficit energético de 3 décimas, hasta el 3,1% del PIB. Una reducción importante pero quizás no suficiente para reducir la presión sobre el déficit por cuenta corriente. Si se tomaran medidas más profundas que consiguieran elevar el autoabastecimiento español hasta un nivel similar al registrado por el conjunto de la Unión Europea, el déficit energético podría reducirse aproximadamente en 1 punto porcentual, hasta el 2,4% del PIB.
Además del aumento en la producción de energía doméstica, un segundo factor que permite corregir el déficit energético es la mejora de la eficiencia energética de la economía. Si tomamos como referencia el consumo de energía por unidad de PIB español, también denominado índice de intensidad energética, se observa una importante reducción a partir del año 2005 (o lo que es lo mismo, una mejora de la eficiencia). Como muestra el gráfico  anterior, ello permitió aproximarse hasta los niveles de eficiencia registrados por el conjunto de países de la zona del euro. Así, en 2010, la intensidad energética española superaba tan solo en un 4,9% a la de la zona del euro, frente al 14,0% de 2007. Esta mejora de la brecha de eficiencia puede explicarse por dos factores: en primer lugar, la mayor sensibilidad del consumo energético español a las contracciones del PIB significó una reducción del consumo de energía más intensa que en el resto de Europa. En segundo lugar, el aumento del peso de la energía renovable  en la composición del consumo energético español impulsado, en parte, por importantes subvenciones, también han favorecido esta mejora de la eficiencia. Ello se debe al mayor rendimiento en la generación de energía eléctrica a partir de estas fuentes frente a otros tipos de tecnología empleada.
Continuando con el cálculo anterior, el efecto potencial de converger hacia el nivel de eficiencia del resto de países de la zona del euro supondría una reducción del déficit energético en relación con el PIB de 2 décimas adicionales.
Ello, junto con un autoabastecimiento igual al europeo, situaría el saldo energético en el 2,2% del PIB, un nivel cercano al desequilibrio medio registrado por el conjunto de países europeos.
En definitiva, el margen para corregir la elevada factura energética española es amplio. Sin embargo, para lograr este objetivo es necesario profundizar en las reformas adicionales que acerquen la  eficiencia y el autoabastecimiento energéticos hasta niveles similares a los europeos. Los avances realizados en ambas direcciones estos últimos años marcan la senda a seguir pero, sin duda, aún se debe recorrer un largo camino para lograr una menor dependencia exterior.

Un año de toma de medidas y no enderezamos el rumbo



2011

febrero

Firma del Acuerdo Social y Económico por parte del Gobierno, sindicatos y patronal, incluyendo la reforma de las pensiones.
El Gobierno aprueba un decreto ley que refuerza la solvencia de las entidades de crédito.

marzo

 Se aprueba el Pacto por el Euro Plus y se ponen las bases para el establecimiento del Mecanismo Europeo de Estabilidad en el Consejo Europeo.

abril

El Banco Central Europeo sube el tipo de interés oficial al 1,25%.

mayo

El Consejo de Ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea aprueba el plan de ayuda financiera a Portugal por un importe de 78.000 millones de euros.
Celebración de elecciones en trece comunidades autónomas y en los municipios.

junio

El Gobierno aprueba un decreto ley por el que se reforma la negociación colectiva.

julio

El Banco Central Europeo sube el tipo de interés oficial al 1,50%.
Los países de la zona del euro aprueban un segundo plan de ayudas públicas a Grecia entre otras medidas para gestionar la crisis de la deuda soberana.

agosto

Los dirigentes de Alemania y Francia, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, proponen un reforzamiento de las instituciones de la zona del euro, con un conjunto de mecanismos para una mayor coordinación de la política económica.
El Gobierno aprueba un paquete de medidas de política económica, con el avance del pago del impuesto de sociedades para las grandes empresas, la racionalización del gasto farmacéutico y la reducción temporal del IVA para las viviendas nuevas.
El Congreso aprueba reformar la Constitución para introducir el principio de estabilidad presupuestaria.

septiembre

 El Congreso de los Diputados convalida el real decreto ley 13/2011 que restablece el impuesto sobre el patrimonio para 2011 y 2012.

octubre

 La cumbre del euro acuerda lanzar un nuevo programa de ayuda para Grecia, con una quita del 50% de la deuda para los inversores privados, ampliar sustancialmente la capacidad financiera de la FEEF y subir la ratio de capital de máxima calidad de los bancos al 9%.

noviembre

El Banco Central Europeo baja el tipo de interés oficial al 1,25%.
El Partido Popular gana las elecciones generales por mayoría absoluta.

diciembre

El Banco Central Europeo baja el tipo de interés oficial al 1,00% y anuncia dos subastas extraordinarias de liquidez a 36 meses, la ampliación de los activos elegibles como colateral y la reducción de la ratio de reservas.
La Cumbre europea sella un pacto para asegurar una mayor disciplina fiscal por la vía de un tratado que involucraría a los 17 de la zona euro más otros países de la UE que quieran sumarse al mismo.
El Gobierno aprueba un paquete de medidas de política económica que incluye recortes de gastos y elevaciones de impuestos.

2012

enero

 Los agentes sociales firman un acuerdo de moderación salarial con vigencia de 2012 a 2014.

febrero

El Gobierno aprueba un decreto ley de saneamiento del sector financiero.
El Gobierno aprueba un decreto ley de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral.

El año 2012 empieza en Europa bajo el signo de la recesión. La Caixa



La economía mundial atraviesa un cierto bache debido al ya previsto retroceso de la
economía europea en el cuarto trimestre de 2011 y a la no tan anticipada contracción
del producto interior bruto (PIB) de Japón.
Estados Unidos, por su parte, registró un crecimiento significativo, si no brillante,
mientras que los emergentes mantienen su ritmo, algo más pausado que hace unos trimestres.
El principal foco de inestabilidad sigue siendo la crisis de la deuda soberana
europea, a la que se une ahora la reciente subida del precio del petróleo, resultado de
la situación en Oriente Medio. En cambio, los principales bancos centrales han dado
nuevas muestras de activismo frente a los riesgos de recesión o estancamiento, lo que
ha favorecido una mejora del pulso de los mercados financieros.
En Estados Unidos, la recuperación gana en solidez, apoyada en un mercado laboral
que está dejando atrás los presagios más lúgubres y en una política fiscal que, siendo
2012 año electoral, será más expansiva de lo que se venía anticipando. Sin embargo,
el crecimiento que esperamos para el conjunto del año es del 2%, insuficiente para
que el país pueda conjurar definitivamente los efectos de la crisis. El PIB repuntó en el
cuarto trimestre para crecer un 0,7% intertrimestral, un 1,6% interanual, lo que deja el
avance para el conjunto de 2011 en el 1,7%.
Pese al repunte, un vistazo a los componentes del PIB muestra una imagen menos
boyante de lo que sugiere el dato agregado.
Primero, porque fue la reposición de existencias el componente que aportó más de
la mitad del crecimiento. Y, segundo, porque el avance del consumo privado, que fue
el principal motor de la actividad en la segunda mitad de 2011, se fundamentó más
en la disminución de la tasa de ahorro que en una mejora de los ingresos, que avanzan
con parsimonia. Y ello en un contexto en el que las familias todavía soportan una deuda
bruta del 114% de su renta disponible.
En Japón, la reconstrucción después del tsunami de marzo se estanca. El PIB del
cuartotrimestre retrocedió un 0,7% intertrimestral, un cambio abrupto si se compara
con el crecimiento del 1,7% del tercer trimestre. Esto dejó el descenso interanual
en el 1,0%, a la vez que hizo que la economía se contrajera un 0,9% para el conjunto
de 2011. Este descenso, aunque mayor de lo esperado, no introduce cambios sustanciales
en nuestra previsión de crecimiento para 2012, que se mantiene en el 1,6%,
siempre bajo el supuesto de una recuperación de las exportaciones.
En China los indicadores correspondientes a los primeros compases de 2012 se hallan
distorsionados por el efecto de las festividades del Año Nuevo, pero seguimos contemplando
una expansión superior al 8% en 2012. Asia, en general, comienza a recuperarse
de los efectos que sobre las cadenas de suministro han tenido las inundaciones
de Tailandia.
En cuanto a la zona del euro, el avance del cuarto trimestre del PIB publicado por
Eurostat señala una caída del 0,3% en relación con el trimestre anterior (crecimiento
interanual del 0,7% en el conjunto del año).
Se trata del primer descenso de la actividad desde el segundo trimestre de 2009. El retroceso
probablemente continuará en este primer trimestre de 2012, por lo que puede
afirmarse que el área del euro ha entrado de nuevo en recesión, según la convención
aceptada (dos trimestres consecutivos de retroceso). Por países, a finales de 2011 Italia,
Países Bajos y Bélgica ya se hallaban en recesión, sumándose a Portugal. También
puede ser este el caso de Irlanda y Dinamarca, si bien no se dispone de información
del último trimestre para estos países.
Como dato positivo, hay que señalar el crecimiento intertrimestral del 0,2% de Francia,
superior a lo esperado, si bien no pudo compensar totalmente la reducción del
0,2% de Alemania.
Algunos indicadores apuntan a una estabilización del deterioro de la situación económica
en la zona del euro en diciembre, como son las ventas minoristas, la confianza
de los consumidores o las exportaciones. Es especialmente relevante la evolución de
Alemania, principal economía de la eurozona, ya que en los últimos meses sus indicadores
de clima económico se han revertido y apuntan a una estabilización o incluso
a un leve crecimiento en el primer trimestre de 2012. De este modo, la economía
alemana, a diferencia de otros países del área del euro, escaparía a la recesión, si
bien no podrá sustraerse enteramente a la debilidad económica de la mayoría de sus
socios comerciales europeos.
Varios factores confluyen en el debilitamiento de la actividad en la eurozona en la
última parte de 2011. Uno de los más importantes, quizás el que más, es el nerviosismo
que causa la persistencia de la crisis de la deuda pública de la eurozona, ahora ya
por su tercer año. Una crisis que extiende la desconfianza sobre la capacidad de algunos
Estados miembros de hacer frente a sus obligaciones pecuniarias, genera dudas sobre
la solvencia del sector financiero en general y frena la circulación del crédito. El
resultado es una ralentización del crecimiento, en un círculo vicioso de complicada
salida. Los intentos de romper el círculo y normalizar el funcionamiento de la economía
y los mercados en la zona del euro no han sido muy exitosos hasta ahora.
Hay que señalar, sin embargo, la luz verde que el Eurogrupo dio al segundo rescate financiero
de Grecia el 21 de febrero, que asciende a 130.000 millones de euros. El
pacto se alcanzó tras la aprobación de un paquete de medidas de política económica
por parte del Parlamento griego y tras obtener garantías de los líderes de la coalición
de gobierno griega respecto a la implementación de las reformas tras las elecciones
generales que se celebrarán en abril. Por otra parte, los acreedores privados y Grecia
habrían llegado a un acuerdo para realizar una quita voluntaria de la deuda pública
del 53,5% del valor nominal de los bonos griegos. El objetivo es rebajar la deuda griega
desde el 164,0% del PIB previsto para 2011 hasta el 120,5% en 2020.
Los avances en la situación griega son importantes, pero el mayor esfuerzo de estabilización
lo está desarrollando el Banco Central Europeo (BCE), que apuesta por
una política monetaria expansiva para apoyar a la economía, a la vez que abastece de
abundante liquidez al sistema financiero e incluso adquiere directamente deuda pública
de los Estados sometidos a mayor presión.
Como se ha señalado anteriormente, otros bancos centrales siguen esta línea,
como la Reserva Federal de Estados Unidos, cuya estrategia es mantener los tipos
de interés oficiales en el rango mínimo posible (0%-0,25%) hasta finales de 2014.
Por su parte, el Banco de Inglaterra ha anunciado una ampliación de su programa
de compra de activos hasta los 325.000 millones de libras esterlinas. En cuanto a
los países emergentes, la mayoría de los bancos centrales han comenzado a dotar a
sus políticas monetarias de un sesgo más expansivo, siendo la reducción de los tipos
de interés el principal instrumento para llevar a cabo su propósito. El reciente repunte
del precio del petróleo, al hilo de las tensiones en Oriente Medio, puede suponer
un obstáculo en el diseño de esta estrategia de relajamiento.
La relativa mejora de la situación financiera en la eurozona ha permitido, entre otros,
que el Tesoro español haya logrado colocar desde enero un tercio del total previsto de
emisiones de deuda pública para 2012, a menor precio que en anteriores subastas y
con una afluencia importante de inversores.
La coyuntura actual también puede favorecer la aplicación del decreto aprobado a
principios de febrero de saneamiento del sistema financiero. El principal objetivo
del mismo es disipar las dudas sobre la solvencia de la banca ante el aumento de los
activos inmobiliarios problemáticos en su balance. Para ello, se exige un incremento
de la cobertura de la cartera inmobiliaria de las entidades bancarias, de manera que la
dotación para cubrir las potenciales pérdidas de los activos inmobiliarios aumentará
significativamente. Así, la cobertura se ampliará hasta el 80% en el caso del suelo, el
65% para las promociones en curso y el 35% para viviendas y promociones terminadas.
Con este incremento, el sector bancario refuerza su solvencia ante eventuales caídas
del precio de los activos inmobiliarios. 
Otra acción importante del nuevo Gobierno ha sido la reforma del mercado laboral.
Los cambios introducidos van en la dirección de eliminar rigideces en la aplicación
de los convenios colectivos y de facilitar la flexibilización de las condiciones de trabajo
dentro de la empresa con el fin de garantizar la supervivencia de la misma. La reforma
acerca la legislación española a la vigente en la mayor parte de países de Europa
continental y se espera que ayude a muchas empresas a adaptarse a la crisis, animando
la contratación indefinida en el momento en que se alcance la recuperación.
El cambio en la regulación laboral era inexcusable ante una economía cuyo paro alcanzaba
el 22,9% de la población activa en enero, según Eurostat, y afecta a casi la mitad
de la población joven, unas cifras que no tienen parangón en los países desarrollados.
Sin embargo, no cabe esperar efectos inmediatos de la reforma en términos de empleo,
debido a la fase recesiva en la que ha entrado la economía española. Según el Instituto
Nacional de Estadística, el PIB se estancó en el tercer trimestre de 2011, cayó un 0,3%
en el cuarto y todos los indicadores apuntan a que en este primer trimestre de 2012 el
retroceso ha continuado. La recaída en recesión se explica por la debilidad de la demanda
interna. Las familias frenan el consumo ante el deterioro del clima económico y la
escalada del desempleo. Las empresas tratan de contener sus gastos corrientes y de inversión
por las magras perspectivas de la demanda y por el endurecimiento de las condiciones
crediticias. Cabe señalar el anuncio, a finales de febrero, de un mecanismo para
liquidar los impagos de las entidades locales.
Esta medida permitiría proporcionar una importante inyección de liquidez a las
empresas proveedoras.
El sector público también está tratando de ajustar sus gastos ante la necesidad de sanear
sus cuentas. Pese a que en 2011 el consumo público cayó más de un 2%, finalmente
la primera estimación oficial sobre el déficit del conjunto de las administraciones
públicas en 2011 asciende al 8,5% del PIB. Se trata de una mejora desde el déficit
del 9,3% de 2010, pero queda apreciablemente lejos del objetivo del 6,0%. La desviación
responde principalmente a una coyuntura macroeconómica mucho peor
de lo esperado y a la dificultad de contener los gastos en partidas que tienen una inercia
muy importante, si bien todavía se desconoce el detalle de las cuentas. Los presupuestos
de 2012, todavía pendientes de presentación, deberán abordar un delicado
equilibrio entre la ineludible contención del déficit y la necesidad de mantener la
actividad en niveles aceptables.