El
objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social
o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer
legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido
planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero influye
profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia
latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer
como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser nueva
esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las
más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos más
civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas
condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más
saliente de esas partes de la
Historia con las cuales llegamos antes a
familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e
Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o
algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la
protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que éstos
(salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban
necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El
Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su
autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba
con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía los hombres no
osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las
precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder
de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como
un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los
enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad
fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más
fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales.
Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de
las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la
defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era
fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer
sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se
intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas
inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía
infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba
a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un
segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales,
mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que
se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para
algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los
países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la
primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a
ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla
completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de
la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo
por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos
eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales
pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los
negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad
natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés
opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del
Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que
sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su
perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de
gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las
reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existió; y
vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes
para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de
hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados,
algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva
importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un
recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a
los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen
identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y
la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida
contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma.
Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente
responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un
poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder
de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera
de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación
del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama
continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede
hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ello, no deberían
existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores
políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer
actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en
su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las
personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca
hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen
necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el
gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o
cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo
de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de
las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo
caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares,
sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y
aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática
ocupó una gran parte del superficie de la tierra y se mostró como uno de los
miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo
y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a
todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el “poder sobre sí
mismo” y el “poder de los pueblos sobre sí mismos”, no expresaban la verdadera
situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo
pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” de que se habla,
no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos
los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad
de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos
que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear
oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto
como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitación del
poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun
cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la
comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad. Esta visión
de las cosas, adaptándose por igual a la inteligencia de los pensadores que a
la inclinación de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos
intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado
dificultad para hacerse aceptar; y en la especulación política se incluye ya la
“tiranía de la mayoría” entre los males, contra los cuales debe ponerse en
guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio
temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de
actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron
cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad
colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios
de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus
funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios
decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a
propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social
más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de
ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de
escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a
encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del
magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y
sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por
medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como
reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el
desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de
individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse
sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión
colectiva en la independencia individual; encontrarle y defenderle contra toda
invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos,
como la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en términos generales, es casi
incontestable, la cuestión práctica de colocar el límite -como hacer el ajuste
exacto entre la independencia individual y la intervención social- es un asunto
en el que casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra
existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás.
Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la
opinión, después para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de
la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la principal
cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más
salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
No hay dos siglos, ni escasamente dos países, que hayan
llegado, respecto de esto, a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o
de un país es causa de admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo
o país dado no sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si
se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre
de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y
justificadas por sí mismas.
Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de
la mágica influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio,
una segunda naturaleza, sino que continuamente está usurpando el lugar de la
primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna
respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es
tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar
razones ni a los demás ni a uno mismo, La gente acostumbra a creer, y algunos
que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus
sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las
hacen innecesarias.
El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la
regulación de la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada
uno, de que debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de
aquellos con quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador
de su juicio es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta
que no esté sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia
personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a
una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser
una inclinación de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre
ordinario, sin embargo, su propia inclinación así sostenida no es sólo una
razón perfectamente satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para
cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén
expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la
interpretación de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es
digno de alabanza o merecedor de condena está afectadas por todas las diversas
causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los demás,
causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro
asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o sus
supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus
tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio;
pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o
ilegítimo interés. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran parte
de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase
superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y
los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre los nobles y los
plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura
de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones así engendradas
reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase
dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en
otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio
se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están
impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran
principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por
la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido
el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o
aversiones de sus señores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque
esencialmente egoísta, no es hipócrita, y ha hecho nacer genuinos sentimiento
de horror; él ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre
tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad
han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la dirección de
los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una
consecuencia de las simpatías o antipatías que crecieron a su alrededor;
simpatías y antipatías que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de
la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los
principios morales.
Así los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna
poderosa porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado
las reglas impuestas a la general observancia con la sanción de la ley o de la
opinión.
Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban
más adelantados que la sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto,
este estado de cosas, aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en
algunos de sus detalles. Se han preocupado más de saber qué es lo que a la
sociedad debía agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias
debían o no ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de
los sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a
hacer causa común con los herejes, en general, para la defensa de la libertad.
El caso de la fe religiosa es el único en que por todos, a parte de
individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado
y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos, y
no en el que menos en aquel en que representa uno de los más notables ejemplos
de la falibilidad de lo que se llama el sentido moral, pues el odium
theologicum en un devoto
sincero es uno de los casos más inequívocos de sentimiento moral. Los que
primero se libertaron del yugo de lo que se llamó Iglesia Universal estuvieron,
en general, tan poco dispuestos como la misma Iglesia a permitir la diferencia
de opiniones religiosas. Pero cuando el fuego de la lucha se apagó, sin dar
victoria completa a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio
obligada a limitar sus esperanzas y a retener la posesión del terreno ya
ocupado, las minorías, viendo que no tenían probabilidades de convertirse en
mayorías, se vieron forzadas a solicitar autorización para disentir de aquellos
a quienes no podían convertir. Según esto, los derechos del individuo contra la
sociedad fueron afirmados sobre sólidos fundamentos de principio, casi
exclusivamente en este campo de batalla, y en él fue abiertamente controvertida
la pretensión de la sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes. Los
grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee,
han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado,
absolutamente, que un ser humanos pueda ser responsable ante otros por su
creencia religiosa. Es tan natural, sin embargo, a la humanidad la intolerancia
en aquello que realmente le interesa, que la libertad religiosa no ha tenido
realización práctica en casi ningún sitio, excepto donde la indiferencia que no
quiere ver turbada su paz por querellas teológicas ha echado su peso en la
balanza. En las mentes de casi todas las personas religiosas, aun en los países
más tolerantes, no es admitido sin reservas el deber de la tolerancia. Una
persona transigirá con un disidente en materia de gobierno eclesiástico, pero
no en materia de dogma; otra, puede tolerar a todo el mundo, menos a un papista
o un unitario; otra, a todo el que crea en una religión revelada; unos cuentos,
extenderán un poco más su caridad, pero se detendrá en la creencia en Dios y en
la vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se
encuentra poco abatida su pretensión a ser obedecido.
En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de
nuestra historia política, aunque el yugo de la opinión es acaso más pesado, el
de la ley es más ligero que en la mayoría de los países de Europa; y hay un
gran recelo contra la directa intervención del legislativo, o el ejecutivo, en
la conducta privada, no tanto por una justificada consideración hacia la
independencia individual como por la costumbre, subsistente todavía, de ver en
el Gobierno el representante de un interés opuesto al público. La mayoría no
acierta todavía a considerar el poder del Gobierno como su propio poder, ni sus
opiniones como las suyas propias. Cuando lleguen a eso, la libertad individual
se encontrará tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya lo está hoy a
invasiones de la opinión pública. Más, sin embargo, como existe un fuerte
sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de todo intento de control legal
de los individuos, en cosas en las que hasta entonces no habían estado sujetas
a él, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto así la materia está
o no dentro de la esfera del legítimo control legal, resulta que ese
sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con frecuencia tan
inoportunamente aplicado como bien fundamentado en los casos particulares de su
aplicación.
Realmente no hay un principio generalmente aceptado que permita
determinar de un modo normal y ordinario la propiedad o impropiedad de la
intervención del Gobierno. Cada uno decide según sus preferencias personales.
Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que remediar instigarían
voluntariamente al Gobierno para que emprendiese la tarea; otros, prefieren
soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los
intereses humano susceptibles de control gubernamental. Y los hombres se
colocan de un lado o del otro, según la dirección general de sus sentimientos,
el grado de interés que sienten por la cosa especial que el Gobierno habría de
hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno la haría como ellos prefiriesen,
pero muy rara vez en vista de una opinión permanente en ellos, en cuanto a qué cosas
son propias para ser hechas por un Gobierno. Y en mi opinión, la consecuencia
de esta falta de regla o principio es que tan pronto es un partido el que yerra
como el otro; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se
condena la intervención del Gobierno.
El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio
destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo
en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la
fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión
pública.
Este principio consiste en afirmar que el único fin por el
cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se
entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la
propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno
derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su
voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral,
no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a
realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él,
porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más
acertado o más justo.
Estas son buenas razones para discutir, razonar y
persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de
manera diferente Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de
la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única
parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad
es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él,
su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio
cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Casi es innecesario decir que esta doctrina es sólo
aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos de los
niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la
de la plena masculinidad o femineidad. Los que están todavía en una situación
que exige sean cuidados por otros, deben ser protegidos contra sus propios
actos, tanto como contra los daños exteriores. Por la misma razón podemos
prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que
la misma raza puede ser considerada como en su minoría de edad. Las primeras
dificultades en el progreso espontáneo son tan grandes que es difícil poder
escoger los medios para vencerlas; y un gobernante lleno de espíritu de
mejoramiento está autorizado para emplear todos los recursos mediante los
cuales pueda alcanzar un fin, quizá inaccesible de otra manera. El despotismo
es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su fin sea
su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente
encaminados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicación a un
estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de
mejorar por la libre y pacífica discusión. Hasta entonces, no hubo para ella
más que la obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna
de encontrar alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanzó la capacidad de
ser guiada hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (largo
período desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos
preocuparnos aquí), la compulsión, bien sea en la forma directa, bien en la de
penalidades por inobservancia, no es que admisible como un medio para conseguir
su propio bien, y sólo es justificable para la seguridad de los demás.
Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que
pudiera derivarse para mi argumento de la idea abstracta de lo justo como de
cosa independiente de la utilidad. Considero la utilidad como la suprema
apelación en las cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido,
fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos
intereses autorizan, en mi opinión, el control externo de la espontaneidad
individual sólo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a
los demás. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los demás, hay un motivo
para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan
ser aplicadas, por la general desaprobación. Hay también muchos actos
beneficiosos para los demás a cuya realización puede un hombre ser justamente
obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte
que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general
necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también
la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un
semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya
realización constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya
inejecución puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una
persona puede causar daño a otras no sólo por su acción, sino por su omisión, y
en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso
último exige un esfuerzo de compulsión mucho más prudente que el primero. Hacer
a uno responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle
responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, la excepción.
Sin embargo, hay muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar
la excepción. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas del
individuo, éste es, de
jure, responsable ante aquellos cuyos intereses fueron atacados, y sin necesario
fuera, ante la sociedad, como su protectora. Hay, con frecuencia, buenas
razones para no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben surgir
de las especiales circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el
cual haya probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su
propia discreción que sometido a una cualquiera de las formas de control que la
sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este
control produzca otros males más grandes que aquellos que trata de prevenir.
Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia
del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses
de los demás que carecen de una protección externa, juzgándose con la mayor
rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus
semejantes.
Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como
distinta del individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto,
comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no
afecta más que a él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por una
participación libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando
digo a él mismo quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo
que afecta a uno puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente
tomada en consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Esta es, pues,
la razón propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno
de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de
sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de
pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas,
científicas, morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las
opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a
esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero
teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y
descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente
inseparable de ella. En segundo lugar, es prácticamente inseparable de ella. En
segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la
determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de
nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar como queramos, sujetos a
las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes
en tanto no les perjudiquemos, a un cuando ellos puedan pensar que nuestra
conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de
cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de
asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no
sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se
asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas.
No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de
gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y
ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente
garantizadas. La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro
propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del
suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián
natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale
más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir
a la manera de los demás.
Aunque esta doctrina no es nueva, y a alguien puede
parecerle evidente por sí misma, no existe ninguna otra que más directamente se
oponga a la tendencia general de la opinión y la práctica reinantes. La
sociedad ha empleado tanto esfuerzo en tratar (según sus luces) de obligar a
las gentes a seguir sus nociones respecto de perfección individual, como en
obligarles a seguir las relativas a la perfección social. Las antiguas
repúblicas se consideraban con título bastante para reglamentar, por medio de
la autoridad pública, toda la conducta privada, fundándose en que el Estado
tenía profundo interés en la disciplina corporal y mental de cada uno de los
ciudadanos, y los filósofos apoyaban esta pretensión; modo de pensar que pudo ser
admisible en pequeñas repúblicas rodeadas de poderosos enemigos, en peligro
constante de ser subvertidas por ataques exteriores o conmociones internas, y a
las cuales podía fácilmente ser fatal un corto período de relajación en la
energía y propia dominación, lo que no las permitía esperar los saludables y
permanentes efectos de la libertad. En el mundo moderno, la mayor extensión de
las comunidades políticas y, sobre todo, la separación entre la autoridad
temporal y la espiritual (que puso la dirección
de la conciencia de los hombres en manos distintas de
aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidió una intervención tan
fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la
represión moral fue manejado más vigorosamente contra las discrepancias de la
opinión reinante en lo que afectaba a la conciencia individual que en materias
sociales; la religión, el elemento más poderoso de los que han intervenido en
la formación del sentimiento moral, ha estado casi siempre gobernada, sea por
la ambición de una jerarquía que aspiraba al control sobre todas las
manifestaciones de la conducta humana, sea por el espíritu del puritanismo.
Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la más
irreductible oposición a las religiones del pasado, no se han quedado atrás, ni
de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho de dominación
espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone
en su Traité
de Politique Positive, se tiende (aunque más bien por medios morales que
legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo
que puede contemplarse en los ideales políticos de los más rígidos
ordenancistas, entre los filósofos antiguos.
Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores
individuales, hay también en el mundo una grande y creciente inclinación a
extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no sólo
por la fuerza de la opinión, sino también por la de la legislación; y como la
tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la
sociedad y disminuir el poder del individuo, esta intromisión no es uno de los
males que tiendan a desaparecer espontáneamente, sino que, por el contrario, se
hará más y más formidable cada día. Esta disposición del hombre, sea como
gobernante o como ciudadano, a imponer sus propias opiniones e inclinaciones
como regla de conducta para los demás, está tan enérgicamente sostenida por
algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la
naturaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y
como el poder no declina, sino que crece, debemos esperar, a menos que se
levante contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, que en las
presentes circunstancias del mundo hemos de verle aumentar.
Será conveniente para el argumento que en vez de entrar,
desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento a una sola
rama de ella, respecto de la cual el principio aquí establecido es, si no
completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las opiniones
corrientes.
Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es
imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas
libertades, en una considerable parte, integran la moralidad política de todos
los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los
principios, tanto filosóficos como prácticos, en los cuales se apoyan, no son
tan familiares a la opinión general ni tan completamente apreciados aún por
muchos de los conductores de la opinión como podría esperarse. Estos
principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de
la que exige un solo aspecto de la materia, y una consideración total de esta
parte de la cuestión será la mejor introducción para lo que ha de seguir.
Espero me perdonen aquellos que nada nuevo encuentren en lo que voy a decir,
por aventurarme a discutir una vez más un asunto que con tanto frecuencia ha
sido discutido desde hace tres siglos.