Tribuna Fiscal, Editorial CISS
- Juan Martín Queralt
- No es de recibo equivocarse y con ello salir beneficiado, ni siquiera cuando quien yerra es la mismísima Administración.
Nemo auditur qui propriam turpitúdinem alegans. Nadie debe ser oído en juicio alegando su propia torpeza. Es un antiguo brocardo que hoy en día conserva su completa validez, pues no es de recibo equivocarse y, con ello, salir beneficiado. Ni siquiera cuando quien yerra sea la mismísima Administración. Y ello, no sólo porque la Administración, en su actuar, lo debe hacer respetando escrupulosamente el principio de legalidad en el que no hay lugar para los errores -ni debería haberlo para enmiendas-, sino también porque la pendencia asociada a una facultad continuamente pendiente de rectificar los errores está claramente reñida con el principio de seguridad jurídica que la propia Constitución garantiza.
Desde esta misma Tribuna -nº. 212 de 2008, "Es la Ley..."- ya comentábamos, en su día, que determinadas victorias en juicio podía tornarse en auténticas gestas pírricas, pues el contribuyente, a pesar de haber ganado -aunque no a través de una estimación total-, veía cómo su situación jurídica resultante de la ejecución de la resolución o sentencia era peor que la de antes de la victoria, al haberse liquidado los intereses que incrementaban, y de qué forma, la deuda tributaria que se exigía a resultas de su éxito. En este sentido, anticipábamos que, más pronto que tarde, la misma jurisprudencia y el Tribunal Constitucional habrán de examinar al hilo de los principios y derechos fundamentales, el vigenteartículo 26.5 de la Ley 58/2003, General Tributaria; precepto que, como decíamos, dará mucho de qué hablar.
No podemos decir que respecto de esta norma se haya suscitado ya la duda ante nuestras más altas instancias. No ha llegado todavía su hora. Pero lo cierto es que el Tribunal Supremo sí que se ha mostrado sensible a una situación similar, cuya principal diferencia reside en la normativa que estaba en vigor al tiempo de suscitarse el problema, pues si bien no ha podido aplicar en su resolución los artículos 26.4 ó 240.2 LGT, que le habrían facilitado una solución más justa, tampoco ha tenido en su contra la vigencia de este polémico artículo 26.5 LGT, que tantas críticas y desde tantas tribunas está recibiendo. Desde estas páginas -Tribuna Fiscal- lo han considerado ya otros autores y magistrados (TEJERIZO LÓPEZ, en el número 261 de 2012, o BOSCH CHOLBI junto a BAEZA DÍAZ-PORTALES, en el número 233, de 2010).
Nos referimos al plazo en que pueden exigirse intereses de demora y suspensivos cuando el contribuyente ha obtenido una estimación parcial bien sea en la vía económico-administrativa, bien en la judicial.
El Tribunal Supremo ha protagonizado lo que, en nuestra opinión, es un cambio radical, convirtiendo en doctrina lo que, hasta el momento, había sido únicamente el sentir de una parte de la Sala, que se había expresado ya en otras sentencias en forma de votos particulares que ponían el dedo en la llaga: ganar, ¿para qué?
La situación sobre la que se ha pronunciado ahora el Tribunal Supremo, creando jurisprudencia, se ha presentado a menudo en la práctica, si bien el fallo había sido lamentablemente distinto, dando pábulo, en última instancia, al establecimiento de preceptos como el que se contiene en el artículo 26.5 LGT.
El TEAR acordó en 1999 estimar parcialmente una reclamación, anulando la resolución promovida por el concepto tributario IRPF, 1988, entendiendo que el incremento de patrimonio liquidado en 1996 respecto a aquel período no podía ser consecuencia de lo que la Inspección consideró como negocio indirecto, sino que debían retrotraerse las actuaciones, determinando si, en su lugar, se había podido producir un fraude de Ley tributaria. Fraude que debía ser objeto de otro procedimiento administrativo, distinto al instruido y anulado, pues no podía comprobarse en el seno de un genérico procedimiento de inspección. En ejecución de esta resolución del TEAR, la Inspección, tras incoar el procedimiento para la declaración de fraude de Ley, exigió una liquidación por un importe equivalente, pero por una causa distinta, la de la inexistencia de una auténtica economía de opción. Dicha liquidación se dictó en 2000.
Se subrayaba así, sin hurtar su existencia, el vicio del error cometido por la Administración, al no haber tramitado el procedimiento de fraude a la Ley tributaria -hoy dejado únicamente en la declaración de conflicto- y haberse decantado por otro, cuya regulación y resultado no estaban indicados para llegar a una legítima resolución. Sin embargo, a su vez, se le invitaba a que dictara una nueva resolución, eso sí, en otro procedimiento distinto del inicialmente instruido que había dado lugar a una resolución anulada.
Con todo, la trascendencia práctica de esta decisión, entre otros aspectos, afecta a la procedencia o improcedencia de poder liquidar intereses de demora durante todo el tiempo que había transcurrido entre la primera liquidación que se había anulado y la nueva liquidación, dictada a resultas del segundo procedimiento inspector. La diferencia no era baladí, pues eran casi cuatro años, entre 1996 y 2000.
Frente a la pretensión del recurrente de que no se le exigieran unos intereses que, quiérase o no, tenían como causa el error de la AEAT al dictar la primera propuesta de liquidación, el Tribunal Supremo afirmaba que, en principio, la petición no se correspondía con el criterio básico que había mantenido en relación con cuestiones parejas. Recordaba de esta forma que, hasta ese momento, su posición había favorecido a la Administración. Primaba la realidad de la falta de pago, con independencia de cualquier otra consideración.
En ese sentido, el Tribunal Supremo (STS 18 de julio de 1990) entendía que: "mientras subsista una cuota tributaria insatisfecha de mayor o menor entidad, pero aceptada como tal, está sometida al régimen previsto en la Ley General Presupuestaria 11/1977, cuyo artículo 36.1 dispone que las cantidades adeudadas a la Hacienda Pública, devengarán intereses de demora desde el día siguiente al de su vencimiento,..." .
En consonancia con ello, al haber una estimación parcial, se transmutaban los intereses suspensivos por simples intereses de demora, pero siendo del mismo importe (STS 28 de noviembre de 1997), reduciéndose la problemática únicamente a una cuestión puramente nominal: "cuando se anule un acto administrativo de liquidación cuya ejecución se halla suspendida, al estimar parcialmente un recurso administrativo o jurisdiccional, no ha lugar evidentemente a exigir intereses de demora suspensivos (art. 61.4 de la LGT) que el tiempo que ha durado la suspensión, pero al practicar la nueva liquidación procederá exigir los intereses de demora del art. 58.2.b) de la Ley General Tributaria girados sobre la cuota liquidada de nuevo, y calculados por el período de tiempo que media desde el día siguiente a la terminación del plazo de presentación de la declaración-autoliquidación, hasta la fecha en que se entiende practicada la nueva liquidación, es decir, el interés suspensivo (art. 61.4 de la LGT) es sustituido por el interés de demora (art. 58.2.b) de la LGT), respecto de la nueva cuota procedente conforme a Derecho, según la resolución administrativa o la sentencia de que se trate, lo que significa que en el caso de autos procede exigir intereses de demora del artículo 58.2.b) LGT, como componente de la deuda tributaria, desde el dies a quo inicial o sea desde el día siguiente a la terminación del plazo voluntario de presentación de las declaracionesliquidaciones, ya indicado, hasta la fecha de la nueva liquidación...".
Afortunadamente, el mismo Tribunal Supremo, en el presente caso, sensible a las posiciones más garantistas que habían sido minoritarias, subraya que no estamos ante una situación idéntica. Y no sólo eso, sino que las diferencias exigían una solución diferente, más justa. Y es que"nos encontramos ante una situación peculiar, que no encajaría de manera perfecta en el supuesto de una nueva liquidación ordenada por un órgano económico-administrativo al estimar de manera parcial un reclamación económico-administrativa, sino ante una nueva liquidación dictada con ocasión de la ejecución de la estimación por causas sustantivas de una reclamación económico-administrativa que no conducen a la nulidad de pleno derecho de la liquidación impugnada, fase de la ejecución en la que, como se había declarado en esta misma sentencia, se abre el paso a la posibilidad de la Administración de corregir el yerro cometido mediante la práctica de una nueva liquidación, doctrina que, atendida la similitud de supuestos, habilitaría a «[...] liquidar intereses de demora a cargo del sujeto pasivo por el tiempo del retraso en dictar una nueva liquidación»".
Ahora bien, esta misma doctrina fue ya objeto de crítica en los votos particulares; votos que, buscando su engarce con las normas vigentes -arts. 26.4 y 240.2 LGT 2003-, y defendiendo que, en estos casos, no procedía la liquidación de intereses, razonaban lo siguiente: "En nuestra opinión, los mencionados preceptos de la Ley General Tributaria de 2003 vinieron a plasmar negro sobre blanco una consecuencia que ya estaba presente en la naturaleza de la institución, corrigiendo de tal modo un incorrecto criterio interpretativo de los órganos de la Administración, avalado por este Tribunal Supremo. En efecto, según ha afirmado la jurisprudencia con reiteración, en el ámbito administrativo la institución de los intereses moratorios responde a la misma sustancia que en el ordenamiento jurídico privado. No hay -no había- nada en la legislación tributaria [art. 58.2.c) y 61.2 de la Ley 2330/1963, de 28 de diciembre, General Tributaria y 26 de la Ley 58/2003] ni en la presupuestaria [artículo 17 de la Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria] que autorizase a negar a la obligación de pagar intereses su condición de accesoria de otra principal, sometida a la disciplina de los artículos 1101, 1108 y concordantes del Código Civil. Siendo así, no cabe exigir intereses en los casos de mora accipiendi, esto es, en aquellos supuestos en que el incumplimiento o el retraso sean imputables al acreedor, en este caso, la Administración".
Acogiendo estos votos y convirtiéndolos ahora en nueva orientación y en fundamento del fallo, concluye el mismo Tribunal Supremo, sentando jurisprudencia pues lo repite en varias sentencias: "una argumentación inspirada en esta forma de razonar nos lleva a entender que aún cuando el procedimiento tributario se haya iniciado mediante una autoliquidación -como acontece en este caso-, en el supuesto de que la misma, como consecuencia de la actuación inspectora, haya dado lugar a una liquidación practicada por la Administración, ahí termita el recorrido de las consecuencias en cuanto a la mora del sujeto pasivo del tributo, de modo que si esta liquidación administrativa es a su vez anulada en la vía económico-administrativa o jurisdiccional ya no será posible imputar el retraso consecuente en el pago de la deuda tributaria al contribuyente sorprendido por la ilegalidad cometida por la propia Administración, doctrina incluso aplicable con anterioridad a la vigencia de la Ley General Tributaria de 1963 y que, como preciso corolario, produce el efecto de que aceptemos la postura de la parte recurrente, en el sentido de fijar como día final del cómputo de intereses el de la fecha en la que el Inspector Jefe dictó la liquidación definitiva después de anulada por el TEAR de Cataluña, esto es, el 15 de febrero de 1996".
Dicho en otros términos, no es indiferente la actuación de la Administración en la exigencia del crédito. No hay que apreciar únicamente si se ha pagado una deuda o no, con independencia de que se haya liquidado bien o mal, o se haya tenido que realizar en varias ocasiones. No pueden hacerse recaer sobre el contribuyente las consecuencias de un error ajeno. Hay que apreciar que también el comportamiento administrativo puede implicar un retraso en la exigencia de la deuda. La sujeción plena a la Ley y al Derecho difícilmente se concilia con acuerdos que han de anularse por vulnerar el Ordenamiento. Y ni aquélla ni éste pueden amparar que el ejercicio de las potestades y funciones administrativas arroje un resultado ilegítimo. Y restituido el Ordenamiento a su estado armónico no puede admitirse que tal deuda haya producido como efecto la generación de intereses.
No atiende el Tribunal a si procede o no aplicar retroactivamente preceptos de la LGT de 2003. Se ciñe a la naturaleza de las cosas. Y si, como ocurre en Derecho privado, hay un retraso en el acreedor en exigir el cobro de una deuda, su demora no puede perjudicar la situación del deudor. El principio de legalidad exige que la Administración compruebe y, en su caso, liquide dentro del plazo de prescripción. Pero si el resultado de ese actuar es anulado, es que la predeterminación legal no se ha respetado.
Sin embargo, este fallo no deja de suscitarnos otras dudas y cuestiones, sobre todo si atendemos a la vigencia del artículo 26.5 LGT, pues si, a diferencia de lo que ocurría en el caso de autos, hubiera resultado de aplicación, ¿cuál habría sido la solución? ¿La misma? O quizá no...
En cualquier caso, recordemos esta sencilla lección de las sentencias del Tribunal Supremo de 14 de junio de 2012: rectificar es de sabios.
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