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viernes, 23 de noviembre de 2012
La Unión Europea es reacia a las secesiones en los Estados en su seno. Nunca previó tal posibilidad pues su función es unir pueblos, no separar, preservando identidades, estatales y subestatales.
Y hay varios Estados con este tipo de problemas. “La Unión contiene en sus principios, valores y normas básicas un verdadero régimen antisecesión y el efecto contagio puede ser tan dañino que la mayoría de los Estados miembros harán valer dichas reglas del juego”, señala José María de Areilza, doctor en Derecho Europeo por Harvard. De hecho, el Gobierno español está montando una campaña en Europa en este sentido.
Hasta el Tratado de Lisboa (artículo 50), de 2007, los tratados comunitarios no habían previsto disposiciones sobre la posibilidad de que un Estado miembro se saliera de la UE. Pero otras mutaciones de territorio de sus Estados miembros distintas de la secesión han tenido lugar e ilustran que respecto a la permanencia o salida de la Unión, toda decisión requiere la unanimidad de los Estados miembros, ahora, 27.
Entre los casos que pueden servir de precedente, los de Groenlandia y Alemania, más que el de Argelia, son ilustrativos. Los tres son muy distintos: Groenlandia implicó una salida de la UE sin secesión: la unificación alemana, una ampliación de un Estado dentro de la UE; y Argelia una independencia y salida no negociada.
Groenlandia, un territorio integrado en Dinamarca, pero que geográficamente forma parte del continente americano, decidió dejar de pertenecer a la UE (entonces Comunidad Económica Europea). Con 62.000 habitantes no tenía estatuto de autonomía cuando se negoció el ingreso de Dinamarca, pero Copenhague, pese a las reticencias groenlandesas, decidió incorporarlo como comunitario en 1973 (aunque dejó fuera a las Islas Feroe, que sí tenían un estatuto propio). El estatuto de autonomía para Groenlandia, lo que ellos consideraron entonces su verdadera muestra de autodeterminación, no entró en vigor hasta el 1 de mayo de 1979. El Landsting (Parlamento) groenlandés decidió en 1981 organizar un “referéndum indicativo” sobre la permanencia en la CEE, que se celebró el 23 de febrero de 1982, y en el que una mayoría (52% frente a 46,1%, algo menos que el resultado en el territorio de la consulta danesa de 1972) se pronunció a favor de la salida de Groenlandia de la Comunidad. El Gobierno danés —pues es al que le correspondía hacerlo— presentó un memorando al Consejo de Ministros comunitario, proponiendo unas modificaciones de los Tratados para que Groenlandia se incorporara a la lista de los Países y Territorios de Ultramar que figuraban en el Anexo IV del Tratado CEE.
Se negoció una simple propuesta: tres artículos similares para los tres tratados (CEE, CECA, CEEA) que rezaban: “El presente Tratado no se aplica a Groenlandia”, junto con algún otro ajuste. Groenlandia quedó vinculada a la CEE por un acuerdo de asociación especial, de una “forma mutuamente armoniosa”, como señaló el Parlamento Europeo, que aprobó al respecto un dictamen no vinculante. Estos cambios fueron aprobados por unanimidad y ratificados por todos los Estados miembros y se publicaron en el Diario Oficial de las Comunidades del 1 de febrero de 1985.
Tras la caída del Muro de Berlín, el Consejo Europeo de abril de 1990 aprobó un documento sobre la unidad alemana que reconoció el derecho a la autodeterminación del pueblo alemán y aceptó la vía rápida para la unión del artículo 23 de su Constitución. No se trató en realidad de una unificación, sino del ingreso del territorio de la RDA en la República Federal, o de una ampliación de la Ley Fundamental a esos territorios sin generarse una nueva realidad constitucional, ni por lo tanto un nuevo Estado. Los alemanes pidieron que los Tratados comunitarios se aplicaran en todo el nuevo territorio tras la unificación sin necesidad de renegociar su contenido con la CE y de recibir el consentimiento de los demás Estados miembros. Se trataba de unir, no de separar. No obstante, hubo una compleja negociación sobre adaptaciones y transiciones para la aplicación de las políticas comunitarias en los nuevos Länder del Este, muchas de ellas adoptadas por unanimidad. La nueva Alemania contaría con casi ochenta millones de habitantes, pero conservaría el mismo número de votos en el Consejo y sus (entonces) dos comisarios. Solo con la reforma de Maastricht y las posteriores se rompió su igualdad con los otros grandes.
Argelia, el tercer caso, figuraba, como departamento francés —parte de la República—, en una mención específica del Tratado de Roma (1957). Entraba en el campo de aplicación territorial del Tratado CEE, con las “modulaciones” previstas en el artículo 227, un caso de “aplicación parcial” de los tratados. La independencia de Argelia en 1962 significó su salida de la CEE. Pero no se formalizó. Entra en la categoría de modificaciones no expresamente previstas por el Tratado de Roma, pero aceptadas por interpretación. La mención a Argelia solo fue eliminada del texto por el Tratado de Maastricht en 1992. Francia modificó el alcance de su territorio con el consentimiento tácito de los demás Estados.
Aunque fuera de la UE, el caso de Montenegro también interesa porque la Unión fue la que guió el referéndum de independencia de Serbia en 2006 exigiendo que el resultado tuviera una mayoría suficiente de 55% como poco (solo se superó en medio punto).
Hay otros problemas ante una escisión. Para empezar, el de la figura del “Estado sucesor” que ha vuelto a aparecer a la luz de estas polémicas. Estado sucesor es el que asume los derechos y obligaciones del anterior Estado unido tras una separación. Así, tras la desaparición de la Unión Soviética, Rusia asumió los tratados, la representación internacional y las deudas de la URSS.
En el caso de España, esta seguiría existiendo como tal aunque demediada. No necesariamente en el caso del Reino Unido, pues al romperse la unión de Inglaterra y Escocia, a pesar del desequilibrio económico y demográfico, podría desaparecer el concepto mismo de unión de reinos. El Cercle d'Estudis Sobiranistes ha acariciado la idea de que en el caso de escisión de Cataluña de España no habría Estado sucesor, sino que los dos resultantes tendrían que reingresar, o plantear una “ampliación interna”, muy distinta de la alemana.
La permanencia formal en la UE no es posible porque el territorio escindido solo puede planteársela una vez ha logrado constituirse en un nuevo Estado independiente. Aunque se consiguiese un reconocimiento de las instituciones europeas y de los Estados miembros del derecho del territorio escindido a permanecer políticamente en la UE, jurídicamente, tendría que solicitar el ingreso. Se trataría de una incorporación cualificada (en el sentido de que el territorio formaba parte anteriormente de la UE, de su mercado único, de la Unión Monetaria y aplicaba sus políticas comunes).
Toda modificación de los Tratados —y el número de Estados miembros es una modificación sustantiva (artículo 52 del Tratado de Lisboa)— exige un acuerdo por unanimidad de los Estados miembros. A partir del Tratado de Ámsterdam, confirmado en el de Lisboa, requeriría también la aprobación del Parlamento Europeo, y la ratificación en todos los Parlamentos nacionales. Aunque el citado artículo 50 señale que las modalidades de la forma de retirada de un Estado se deciden por mayoría cualificada.
La posibilidad de que políticamente los otros Estados facilitasen la integración del nuevo Estado dependería de una serie de factores sobre cómo afectaría esta escisión a la UE misma. Desde un punto de vista práctico, en el seno de las instituciones europeas, se plantearían algunos problemas importantes. Habría que negociar la aplicación de las diversas políticas al Estado de origen y al nuevo Estado, y las modificaciones institucionales oportunas. No es pensable que, salvo en el reparto por Estado y poblaciones representadas en el Consejo, o en el Colegio de Comisarios (uno por país, aún), se diera una mayor representación (por ejemplo en el Parlamento Europeo) al Estado de origen y al Estado escindido por separado que al de origen. Con lo que este perdería peso.
“Tanto por razones jurídicas (entre ellas la derivada del artículo 4.2 del Tratado de Lisboa, pero no solo esa), como políticas y económicas, parece, si no absolutamente imposible, sí altamente improbable que un Estado surgido por secesión de otro Estado miembro de la UE llegue a formar parte de esta”, señala Francisco Rubio Llorente, expresidente del Consejo de Estado, que en 2000 indujo a Areilza, hoy director de Aspen Institute España, y al que escribe a realizar el primer estudio en España con cierta profundidad sobre Escisión y permanencia en la UE. “En todo caso”, añade, “nunca antes de seguir un largo procedimiento y conseguir el acuerdo unánime de todos los Estados miembros”. Entre ellos, naturalmente, también el del Estado mutilado, que algunas razones puede tener para negarlo.
Una salida de Cataluña de la UE (no así de Escocia pues el Reino Unido no está en la Unión Monetaria) implicaría su salida formal del euro (aunque nada impediría que funcionara con el euro como moneda reconocida aunque sin voz ni voto en las decisiones del Eurogrupo). Como se ha visto en el caso de Grecia, la UE (y aún más los que forman el euro) son contrarios a toda salida de un Estado de la unión monetaria, algo, además, no previsto en los tratados, como tampoco lo está la exención de un territorio. La cuestión que se plantearía es la asunción por Cataluña de sus deudas (avaladas por el Estado español, con la responsabilidad correspondiente), y de la parte correspondiente, a negociar, de la deuda española en euros. Tanto dentro del euro como fuera del Estado escindido tendría que crear un banco central propio.
En cuanto a la autodeterminación, la Carta de Naciones Unidas recoge este derecho en sus artículos 1 y 55, y se pueden citar otros textos en un debate siempre polémico sobre si este derecho se refiere solo a procesos de descolonización o no. Limitándonos a Europa, cabe hacer referencia al Acta Final de Helsinki de 1975, revalidada en varias ocasiones. No es un tratado propiamente dicho pero las alusiones a ella son constantes en todos los debates europeos. Ese texto habla del “principio de la igualdad de derechos y libre determinación de los pueblos”, aunque no de qué es lo que constituye un pueblo. Pero limita el derecho de autodeterminación con dos principios complementarios: el de la integridad territorial de los Estados, y el de la inviolabilidad de las fronteras (no “inmutabilidad”, justamente porque la República Federal de Alemania no quiso renunciar a la posibilidad de una unificación, basada en la autodeterminación, que llegó).
La UE no decide sobre posibles mutaciones de los territorios nacionales. Solo sobre sus consecuencias para ella.
Autodeterminación al revés, para unirse
Aunque habrá que esperar a ver cómo se pronuncian la Comisión Europea y sus servicios jurídicos, lo que tendrán que hacer en el caso de Escocia a petición de Londres, se pueden adelantar algunas conclusiones:
1. La competencia sobre las modificaciones del territorio de un Estado miembro es nacional. Es el Estado miembro, no la UE, el que decide sobre sus fronteras. Desde la reforma de Lisboa, el artículo 4.2 del Tratado de la UE señala que “la Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante los tratados así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de estos, también en lo referente a la autonomía local y regional. Respetará las funciones del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional”. Aunque corresponde a la UE (Estados miembros y Parlamento Europeo) decidir sobre la aplicación de los tratados a los territorios.
2. La UE como tal no niega el derecho a la libre determinación (aunque, a diferencia de otros marcos europeos, nunca ha entrado en ella). Alemania lo impuso en su día, pero para su unificación. La UE no se ha pronunciado jurídicamente (sí algunos de sus responsables, en contra) sobre posibles secesiones en sus Estados miembros. De hecho, son derechos diferentes. En su dictamen sobre Quebec, el Tribunal Supremo canadiense diferenció claramente entre el derecho a la autodeterminación y el derecho a la independencia. Negó el derecho a la autodeterminación en situaciones democráticas dando mayor relevancia al derecho a la integridad territorial. Pero por el “principio democrático” aceptó que una parte de Canadá se pueda independizar, siempre que haya una pregunta clara, una mayoría clara y una negociación. Lo que rechazó tajantemente es cualquier derecho a la “secesiónunilateral”.
3. La relación entre la UE y el territorio escindido dependería en buena medida de la actitud del Estado de origen (y de los otros miembros), lo que a su vez dependería del propio proceso seguido. Una separación por las buenas,aceptada por los demás, podría llevar a simultanear independencia y reingreso, lo que en la práctica llevaría a una permanencia. Por las malas, al frío fuera de la UE.
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