Madre de Luz y Esperanza
Esa mujer
es la luz en la noche más negra,
es un ángel que cayó del cielo,
es mi alma, mi amor y mi anhelo,
es la paz que mis penas desintegra.
Esa mujer,
con sus manos que trabajan la tierra,
se levanta al alba, silenciosa y fiel,
enciende la lumbre, que nunca le erra,
y su día empieza como un carrusel.
Ordeña las vacas, da vida al sustento,
con sus dedos saca la leche blanca y pura,
y mientras el campo despide el aliento,
ella canta al trabajo con dulzura.
Levanta a los niños, les da el desayuno,
los despide hacia la escuela con un beso cálido,
y luego, sola, en su mundo oportuno,
hace la casa con un amor válido.
Lava la ropa en el viejo corral,
sus manos acarician el agua y el jabón,
suspiros que el viento lleva al umbral
de un cielo que guarda su devoción.
Hace la comida con esmero y ternura,
y al terminar, tras fregar y limpiar,
descansa un poco, con la mente segura
de que siempre hay algo más por organizar.
Esa mujer,
es la más linda estrella del firmamento,
es la Luna con su sonrisa de plata,
es el consuelo que mis penas mata,
es de amor un eterno juramento.
Repasa el catecismo con paciencia infinita,
enseña a sus hijos la fe que la guía,
les da su saber con voz exquisita
y riega sus almas de sabia alegría.
De nuevo ordeña, su labor no termina,
y al sonar la campana del rosario,
acude con fervor, su fe la ilumina,
y en su plegaria alza un canto solidario.
Hace la cena, a los niños acuesta,
charla con su hombre sobre el día que pasó,
y mientras el mañana en su mente se gesta,
planifica el camino que aún no llegó.
Esa mujer,
que con sus lágrimas me hiere el alma
y con su amor día tras día me embelesa,
es el beso que borra mi tristeza,
y mis miedos y temores calma.
A esa mujer,
le dedico mis cantos y eternos alardes,
le regalo una rosa sin razón,
que entre pétalos lleva mi corazón,
le llamo con amor mi querida madre.
Esa mujer,
que en su rutina guarda la esencia,
del amor más puro que no se mide,
es la vida misma, la luz que incide,
en cada rincón de mi existencia.
Madre, ángel mío y del hogar,
tus manos son caricias, tu alma es hoguera,
y aunque el tiempo intente tu huella borrar,
tu amor es eterno, para mi vida entera.
Madre de Trigo y Leche
En aquellos años sesenta,
cuando el alba iluminaba los tejados rojos del pueblo,
una madre despertaba antes que los gallos,
con su mandil de cuadros y su mirada de cielo.
El viento hacía temblar las hojas de las ramas,
y ella, al cruzar el corral, sentía el frío del hielo,
el aliento humilde de la alborada.
Su nombre flotaba en el aire con aroma a pan nuevo.
La casa, de muros encalados, parecía nacer con ella:
la cocina lista, la lumbre ardiendo,
y las vacas suizas, en noble silencio,
esperando el ordeño que su amor iba tejiendo.
Con manos suaves, pero firmes, la madre sacaba el blanco tesoro,
la leche tibia que nutría la mesa y la esperanza,
y mientras el cubo se iba llenando con su música de espuma,
ella pensaba en su esposo y sus hijos con infinita templanza.
El marido, labrador de corazón ancho,
cuidaba el campo como quien cuida un hijo:
arando, sembrando, la tierra oscura mimando,
para que el trigo, en su generosidad, fuese pan bendito.
Él regresaba al ocaso, por el sol su piel tostada,
y en la mirada un cansancio satisfecho.
La madre lo recibía con una sonrisa recién nacida,
con agua fresca, con todo dispuesto bajo el techo.
Habían decidido que los hijos estudiaran lejos,
en la capital, a catorce kilómetros de su nido,
entre libros, pizarras y pupitres lustrosos
que prometían un mañana más fructuoso.
El hijo mayor partió primero, y la hija le siguió después,
tan pequeño aún, con apenas diez primaveras.
La madre, orgullosa y con un nudo en la garganta,
los despedía con besos y sin escandalera.
Los viernes eran días de ceremonia sagrada,
cuando el sol, curioso, miraba la fiesta del mercado:
allí la madre compraba lo necesario con mesura,
administrando los dineros cobrados por lo ordeñado.
Luego, en esa misma mañana, se cruzaba el camino
por la capital bulliciosa, de calles ajenas y altas torres,
para ver a sus hijos, oír sus voces cantando novedad,
y encontrar en sus ojos el fruto de sus desvelos nobles.
¡Qué emoción al verlos crecer, tan formales, tan valientes!
La madre contenía las lágrimas en el manto de sus pestañas,
mientras su corazón latía con un “te quiero” sencillo
que enmudecía con besos sus más hondas entrañas.
Tras las risas y confidencias, los hijos partían otra vez,
dejándola con el sabor dulce-amargo de la ausencia.
La madre volvía al pueblo, rezando en silencio,
orgullosa de su siembra y agradecida por su existencia.
En vacaciones, la casa se vestía de romero y albahaca,
vibraban las paredes con voces jóvenes y canciones nuevas,
los hijos regresaban y el hogar era un nido de golondrinas,
una danza de alegrías limpias y sinceras.
Los muchachos contaban sus andanzas en el internado,
las lecciones aprendidas, los amigos, los sueños frescos…
La madre escuchaba, acariciando sus cabellos como un jardín,
y las noches se alargaban en cuentos y rezos tersos.
Había becas que aliviaban la carga,
logros que sostenían su fe en un mañana justo,
y así los hijos sacaron el bachillerato y carrera adelante,
cada año más cercanos a un porvenir robusto.
La madre suspiraba, honda como una paloma en la tarde,
viendo cómo los retoños se alzaban a la vida cual trigales,
y agradecía a Dios, con las manos juntas y el ánimo sosegado,
por esos triunfos que brotaban de esfuerzos colosales.
Profundamente cristiana,
la madre vivía la fe como una flor callada,
devota de San Antonio, santo de su fervor primero,
cada trece de junio, sin falta, hacia la ermita partía,
entre rezos, promesas y algún que otro dinero.
Sus rodillas sabían del dolor del rezo impuesto por el clero,
sus labios recitaban plegarias de alabanza y gratitud,
encomendaba a sus hijos, a su esposo, a la tierra y al trigo,
dando gracias por la leche, el pan, y tanta quietud.
En la cocina, su voz era murmullo de nana eterna,
que endulzaba la ansiedad de los hijos al dormir,
y en sus brazos, la ternura jamás tenía frontera,
consolando llantos y temores, hasta hacer reir.
Aquella mujer, hecha de constancia y amor sereno,
guardaba en su alma el aroma de la mies y la brisa,
y sabiendo que el tiempo, como río, nos cambia el terreno,
hoy su historia nos llega tejida de luz indecisa.
Cuando los hijos duermen y la noche respira,
la madre se sienta junto a su marido, a la ventana oscura,
repasan con la mirada el cielo sembrado de astros
y sienten en sus corazones la llama de su locura.
Allí, en el silencio, se pregunta si ha valido la pena
tanto esfuerzo, tanta leche ordeñada al amanecer,
y una lágrima menuda, cristalina y serena,
dibuja en su mejilla la respuesta a su querer.
¡Sí, ha valido la pena, bendita madre del campo!
porque sus hijos crecieron con alas en la espalda,
y volaron libres hacia un destino más alto,
sin olvidar que su amor fue su primera guirnalda.
Ella queda en el pueblo, entre la tierra y la ternura,
con su esposo labrador, su fe y su sencillez,
y nosotros, al mirarla,
comprendemos que en el mundo la hermosura,
nace en un corazón de madre,
una y otra vez.