S. McCoy 18/10/2011 06:00h
Coincide en el tiempo una comida con mi amigo Antonio Rubio -filósofo de vocación al que el destino ha “condenado” gustosamente a la dirección financiera de una compañía cotizada española y cuyo pensamiento plasma esporádicamente en su blog, Piensa en Libertad-, con una charla con un consejero de comunidad autónoma con el que pude departir largo y tendido sobre la sostenibilidad del estado del bienestar en España. Lo curioso es que uno, conscientemente y desde la reflexión, y el otro, de manera intuitiva y a través de la acción política a la que la crisis le obliga ahora, llegan a los postulados ultraliberales de Ayn Rand, Dios pille confesada a la socialdemocracia. Un hecho sorprendente en el caso del político, ya que la autora –cuyo racionalismo acérrimo me aleja de sus postulados- no repara en censurar la acción pública a lo largo de su obra. Cosas veredes, amigoMcCoy.
De un modo u otro ambos concluyen de que hay dos tipos de derechos: los positivos y los negativos, forma avanzada de distinguir entre normas de origen humano o divino. Desde su compartido punto de vista, el Estado se debería limitar a salvaguardar los segundos: que no te roben, que no te violen, que no te maten. Apuntalar de este modo unos estándares mínimos de convivencia. Por el contrario tendría que desmontar la falacia sobre los derechos positivos que son universales pero nunca gratuitos, ya que alguien paga por ellos. De forma directa la administración y de modo indirecto el contribuyente. Deberían rebautizarse como derechos de imposición, que se financian con impuestos. La adopción de esta nueva nomenclatura allanaría el camino a lo que está por venir: el pago directo por prestaciones públicas al no dar la vaca más de sí.
Es revelador conocer la inelasticidad de las cuentas regionales a modificaciones en el gasto. Para una comunidad estándar, entre sanidad, educación y transporte se le va cerca del 80% del presupuesto. En un momento en el que la recaudación brilla por su ausencia, la capacidad de corregir el desequilibrio por la vía del gasto se limita a ese 20% discrecional, no estructural. Problema adicional es que el contenido en tan sensibles materias se define en sede estatal, que identifica prestaciones, mientras que la ejecución es local. “Hemos sido gilipollas”, comenta el consejero, “porquesabiendo esto nos hemos empeñado en acercar el servicio al ciudadano hasta límites innecesarios. No solo eso, le hemos otorgado una calidad tal que lo hemos equiparado a la opción privada. Se ha multiplicado el uso, y por ende el coste, en un momento en el que dinerariamente no damos más de sí. O la calidad se paga o no hay salida más que tomar medidas como las que están aplicando en Catalunya”.
¿Qué es lo que nos deparará el futuro inmediato? Ambos llegan al mismo corolario. Al final, la gratuidad será beneficiencia, es decir: protección de un derecho negativo que es el rol que debería corresponder a la Administración. Todo lo que sea susceptible de ser abonado por el usuario, dentro de unos límites razonables, tendrá que ser cobrado. En su defensa, un doble argumento: es económicamente disuasorio, busca evitar el abuso que se puede estar produciendo (la media de atenciones médicas anuales por ciudadano en la comunidad del consejero se sitúa en 14, más de una por mes, sin incluir la sanidad privada); invita socialmente a la responsabilidad ya que la identificación del coste asociado a la prestación debería conducir a una utilización más racional de la misma por parte del usuario. No me miren, que yo me limito a constatar la senda por la que el pensamiento intelectual y la acción administrativa se están aventurando, sea por voluntad propia o por necesidad aunque personalmente comparto el argumento. Ahora, que se atrevan. Ahí te quiero ver.
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