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Por Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Es autor de La democracia del conocimiento (Ediciones Paidós), de próxima aparición (EL PAÍS, 29/10/11):
Uno de los eslóganes más coreados por el 15-M asegura que “nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. Como toda reivindicación utópica, cuenta con el cómodo prestigio de lo imposible, que nos ahorra la pregunta de si, en ocasiones, nuestros sueños son alucinaciones propias o pesadillas para otros. No voy a discutir el hecho de que el abanico de lo que tenemos para elegir es manifiestamente mejorable; trataré de llamar la atención sobre algo que forma parte de nuestra condición política: que nadie, y menos en política, consigue lo que quiere, lo cual es por cierto una de las grandes conquistas de la democracia.
Una sociedad es democráticamente madura cuando ha asimilado la experiencia de que la política es siempre decepcionante y eso no le impide ser políticamente exigente. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Está incapacitado para la política quien no tiene la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones y de respetar los propios límites. Nos han enseñado que esto es lo que hace de la política algo irresponsable y fraudulento, pero deberíamos acostumbrarnos a considerar que esto es lo que la constituye.
En una sociedad democrática, la política no puede ser un medio para conseguir plenamente unos objetivos diseñados al margen de las circunstancias reales, fuera de la lógica institucional o sin tener en cuenta a los demás, entre ellos a quienes no los comparten. Cualquier sueño político solo es realizable en colaboración con otros que también quieren participar en su definición. Los pactos y las alianzas ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. La convivencia democrática proporciona muchas posibilidades, pero impone también no pocas limitaciones. De entrada, los límites que proceden del hecho de reconocer otros poderes de grupos o intereses sociales con tanto derecho como uno para disputar la partida.
Por eso la acción política implica siempre transigir. Quien aborda cualquier problema como una cuestión de principio, quien habla continuamente el lenguaje de los principios, de lo irrenunciable y del combate se condena a la frustración o al autoritarismo. La política fracasa cuando los grupos rivales preconizan objetivos que según ellos no admiten concesiones y se consideran totalmente incompatibles y contradictorios. Todos los fanáticos creen que sus oponentes están fuera del alcance de la persuasión política. Nadie que no sea capaz de entender la plausibilidad de los argumentos de la otra parte podrá pensar, y menos actuar, políticamente.
Uno de los síntomas de la mala calidad de nuestro espacio público es la creciente influencia de grupos y personas que no han entendido esta lógica y practican una insistente despolitización. La fragilidad de las democracias frente a la presión populista se pone de manifiesto en fenómenos como el Tea Party, verdadero bastión de inflexibilidad. No me refiero únicamente al movimiento norteamericano, sino a un fenómeno bastante más extendido en nuestras democracias. Se podría decir sin exageración que todos tenemos nuestro Tea Party. Partidos, iglesias, sindicatos, y medios de comunicación están desbordados por una serie de movimientos que se generan a su alrededor, que tratan de condicionar sus prácticas habituales o cuestionan abiertamente su representatividad.
Todos padecen su particular asedio contra los moderados, es decir, un fuego amigo que establece un marcaje férreo de manera que no se hagan cesiones ni se llegue a compromisos con el enemigo. En este sentido, un Tea Party es un poder fuertemente ideológico pero desestructurado que parasita de otro poder ideológico, oficial pero debilitado, y al que exige la lealtad absoluta a unos objetivos políticos que deben ser conseguidos sin contrapartidas ni compromisos con el adversario, desprestigiando así la figura del pacto o el valor de la transacción. Son los guardianes de las esencias que no combaten tanto a sus enemigos sino que están al acecho de sus semejantes, cumpliendo aquello de que el peor enemigo está siempre entre los nuestros. Pensemos en la proliferación de las exhibiciones de orgullo o el significado político que puede tener la calificación del “sin complejos” que adjetiva actualmente a muchas renovaciones ideológicas.
Entre las características más despolitizadoras de estos movimientos está la ausencia de sentido de responsabilidad, su falta de disposición al acuerdo o la autolimitación inteligente; custodian un núcleo ideológico (la familia, la nación, el Estado de bienestar, el mercado, los valores) que ven continuamente amenazado y sospechan principalmente de los moderados de las propias filas; son especialmente vulnerables al populismo y tienen una gran densidad emocional. Especialmente dispuestos a ejercer estos condicionamientos ideológicos extremos son los “movimientos de un solo tema” (en ambos extremos del espectro ideológico y con asuntos diversos: la naturaleza, la mujer, la nación, el aborto…) a los que, por preocuparle mucho una sola cosa y casi nada todo lo demás, tienden a ver eso tan importante desconectado de sus condiciones de viabilidad, de cualquier calendario de urgencias u horizonte de compatibilidad.
Una cierta debilidad institucional unida a un conjunto de factores sociales y tecnológicos ha desestructurado el espacio de la reivindicación y la protesta, que está tan desregulado como los mercados. En todo esto han jugado un papel decisivo las redes sociales, que han liberado grandes energías de movilización, comunicación e instantaneidad, pero que suelen ser un mundo desestructurado en el que cada uno se junta con quien más se le parece. De ahí que cada vez sean menos redes sociales, en la medida en que laconfrontación con el diferente tiende a ser sustituida por la indignación en compañía del similar, una emoción que se alimenta comunicando con quien comparte la misma irritación.
Probablemente esto indica que hemos de pensar nuevamente la política en sociedades bastante desinstitucionalizadas, cuyos conflictos no tienen la función estructurante del viejo conflicto social y donde las demandas ciudadanas no encuentran su cauce en la representación sindical o política. Porque no estamos en una lógica de equilibrio democrático, sino de antipolítica. Lo que hay son autoridades alternativas, que no pretenden equilibrar al poder oficial sino neutralizarlo.
La política ha disciplinado siempre nuestros sueños, los ha concretado en una lógica política y traducido en programas de acción. Por eso, cuando la política es débil nuestras expectativas en relación con el futuro colectivo se disparan y nos hacemos más vulnerables frente a la irracionalidad. ¿Qué hacemos entonces con todo aquello que nos ilusiona conseguir a través de la política? ¿Debemos rendirnos a la comprobación de que, dada la naturaleza decepcionante de la convivencia social, no tiene sentido formularse ideales o luchar por ellos? Más bien se trata de hacer una distinción sin la que no puede haber una convivencia democrática. Lo que cabe en las urnas son nuestras aspiraciones; lo que viene después -si es que no queremos convertir el sueño propio en pesadilla de los demás- es el juego democrático que limita y frustra no pocas veces nuestros deseos, pero que también los enriquece con las aportaciones de otros. Si alguien consiguiera colmar todas sus aspiraciones no compartiría nuestra condición humana y mucho menos nuestra condición política.
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