Este documento es el número 19 de la serie de Boletines de seguimiento de la crisis que FEDEA lleva publicando desde el inicio de la pandemia.
Su primera parte repasa algunos indicadores que resumen la evolución de la actividad económica, los precios y las finanzas públicas en lo que va de año, comparándola con la de períodos similares de los ejercicios anteriores.
La segunda parte se dedica al análisis y valoración de las principales medidas tomadas por el Gobierno español para mitigar los efectos de la guerra de Ucrania.
La economía española atraviesa una situación peculiar. Por un lado, el PIB no ha recuperado todavía su nivel previo a la pandemia y su crecimiento comienza a mostrar signos claros de ralentización en un contexto internacional muy complicado. Por el otro, los indicadores de ocupación han superado con holgura sus niveles de 2019 y aguantan por el momento mucho mejor de lo esperado, mientras que la recaudación tributaria crece a un ritmo récord, ayudando a moderar el déficit público. Incluso los precios energéticos nos están dando en los dos últimos meses una tregua, que habrá que ver si se mantiene cuando llegue el invierno. Pese a ello, la inflación sigue siendo muy alta y el elevado nivel de precios de la energía y otros productos básicos, junto con el rápido repunte de los tipos de interés, está generando crecientes problemas para familias y empresas. A las primeras cada vez les cuesta más llegar a fin de mes, mientras que muchas de las segundas se enfrentan a drásticos aumentos de costes que amenazan con hacer inviable su actividad.
Cómo ayudar a los hogares y empresas más afectados por la crisis de la manera más efectiva y eficiente posible, y cómo financiar las necesarias actuaciones de forma equitativa y sin comprometer nuestro potencial de crecimiento o la sostenibilidad de las cuentas públicas, son las grandes cuestiones a las que se enfrenta la política económica en este momento.
Al igual que dos de sus antecesores cercanos (los números 16 y 17), el presente Boletín analiza la respuesta que se ha dado en nuestro país a este reto y avanza algunas sugerencias para intentar mejorarla. Estas recomendaciones se centran en la necesidad de concentrar las ayudas donde más falta hacen, no anular las señales de precios y prestar atención a los incentivos, buscar consensos tan amplios como sea posible sobre el reparto de los costes de la crisis y respetar la seguridad jurídica como condición imprescindible para el buen funcionamiento de una economía de mercado.
Las líneas generales de la estrategia del Gobierno para hacer frente a la situación no han variado desde el primer decreto anti-crisis, aprobado pocas semanas después de la invasión de Ucrania. Desde el anterior número de este Boletín dedicado al tema, se han extendido o reforzado muchas de las medidas tomadas con anterioridad en materia de ayudas específicas a los sectores y hogares más afectados por la inflación, ayudas de carácter general como la bonificación de los carburantes y de los abonos de transporte público, y rebajas en la tributación energética. Por otra parte, se han tomado (tímidas) medidas adicionales para agilizar los proyectos de generación de energías renovables y se han introducido medidas directas de ahorro energético, con límites de temperatura en la climatización de recintos y edificios públicos y lugares de trabajo, así como con mayores exigencias de eficiencia en el alumbrado de calles y carreteras.
El Gobierno parece estar valorando la efectividad de al menos parte de estas medidas de cara a su posible prórroga el año que viene. Por el momento, el proyecto de PGE sólo recoge la ampliación de la cobertura de los bonos sociales eléctrico y térmico y el mantenimiento de ciertas subvenciones al transporte, incluyendo la gratuidad de los 2 abonos de cercanías, dejando por tanto en el aire la continuidad de medidas como la bonificación de los combustibles o la rebaja de los impuestos energéticos.
Es de esperar que este proceso de reflexión se traduzca en una reasignación de recursos hacia políticas más eficientes y equitativas, primando el sostenimiento de las rentas de los más afectados frente a las subvenciones al consumo energético, especialmente las de carácter universal. Estas últimas deberían eliminarse por su elevado coste y sus negativos efectos de incentivación del consumo mediante una reducción artificial de los precios que no resuelve el problema subyacente. Convendría reconsiderar también la gratuidad total de ciertos transportes públicos, aunque manteniendo niveles elevados de subvención, e introducir en las ayudas selectivas cláusulas que incentiven el ahorro energético, en línea con lo que se ha hecho en la nueva tarifa de último recurso de gas natural para las calderas comunitarias, en la que el descuento se limita a un consumo no superior a la media de los últimos cinco años, estableciéndose un recargo del 25% por encima de ese nivel.
El margen disponible para la reorientación de las medidas paliativas ante la inflación es muy considerable. Según mis cálculos, las rebajas de los impuestos y cargos eléctricos y la bonificación a los carburantes tendrán un coste total cercano a los 17.000 millones de euros durante 2022. Esta suma permitiría financiar ayudas directas muy importantes a los hogares de rentas bajas y medias sin distorsionar las señales de precios que incentivan el ahorro de energía y la inversión en renovables.
Como referencia, sirvan los datos siguientes. En 2021 había en nuestro país casi 9 millones de hogares con ingresos netos regulares por debajo de 2.000 euros mensuales, cuyo gasto total en comida y energía ascendió a unos 55.000 millones de euros. El ahorro derivado de la eliminación de las ayudas no selectivas a la energía permitiría enviar a cada una de estas familias un cheque por un importe de 1.889 euros, lo que supondría un 31% de su gasto medio en comida y energía.
Algunas de las novedades más llamativas de estos últimos meses han sido de carácter tributario y están dirigidas, según el Gobierno, a asegurar un reparto equitativo de los costes de la crisis, elevando la presión fiscal sobre las rentas altas y las grandes empresas para financiar ayudas a los hogares y sectores más afectados por la inflación desatada por la guerra. Aquí se incluirían, entre otras cosas, los gravámenes extraordinarios sobre ciertos bancos y empresas energéticas anunciados por el Presidente del Gobierno en el Debate sobre el estado de la nación, el nuevo impuesto de solidaridad sobre las grandes fortunas, las rebajas en el IRPF para las rentas bajas, el aumento de los tipos de gravamen para las rentas de capital superiores a 200.000 euros y ciertos cambios en el Impuesto de Sociedades que elevan la presión fiscal sobre las grandes empresas y la reducen para las Pymes de menor tamaño. Muchas de estas medidas son cuestionables.
Sobre los gravámenes a bancos y energéticas, la proposición de ley enviada al Congreso por los partidos de la coalición de gobierno ha superado las peores expectativas. El texto renuncia incluso a ligar los nuevos gravámenes con la cuantía de los supuestos beneficios extraordinarios que en principio los justifican, convirtiéndolos así en exacciones claramente arbitrarias desde cualquier perspectiva que tienen muy mal encaje en un estado de derecho. Si la proposición de ley se aprueba sin cambios de calado y supera los seguros recursos judiciales a los que dará lugar, se sentará un precedente muy preocupante que permitirá a cualquier futura mayoría de gobierno asignar a dedo a sectores (o incluso agentes) específicos cargas o exacciones de cuantía muy significativa, dejando en papel mojado en el ámbito fiscal los principios constitucionales de igualdad y de interdicción de la arbitrariedad.
Para evitar una larga disputa legal y la posibilidad de males mayores, 3 convendría retirar la propuesta actual y tramitar un nuevo texto. Este debería adecuarse a lo establecido en la reciente propuesta de reglamento europeo sobre el tema, en la que el gravamen extraordinario se restringe a ciertas empresas energéticas y se liga a los beneficios extraordinarios realmente obtenidos por las mismas, en vez de calcularse como un porcentaje de sus ingresos totales, como se hace en la propuesta del Gobierno.
También plantea problemas legales y políticos el anunciado impuesto de solidaridad sobre las grandes fortunas, cuya introducción parece estar motivada fundamentalmente por el deseo de imponer a ciertas comunidades autónomas las preferencias tributarias del actual Gobierno central. Tal como se ha diseñado el nuevo tributo, las comunidades autónomas tendrían todos los incentivos para recuperar e incluso subir su propio impuesto para patrimonios superiores al umbral estatal, pues lo que no cobren ellas se lo llevará el Estado sin que haya ahorro alguno para sus ciudadanos. Por lo tanto, el nuevo tributo limita por la puerta de atrás la capacidad de las comunidades autónomas de modular la fiscalidad sobre el patrimonio que les confiere la normativa vigente, lo que podría ser motivo de inconstitucionalidad, o de nulidad por invasión de competencias. Además de recurrir el impuesto, algunas comunidades podrían seguir la misma estrategia que el Gobierno central y tomar medidas que traten de anular en la práctica los efectos de las disposiciones estatales. Se abriría así una guerra de guerrillas fiscal entre administraciones que no beneficiaría a nadie.
Por otra parte, la rebaja del IRPF para las rentas bajas va en principio en la dirección correcta pues ayuda a sostener las rentas de los hogares más vulnerables sin debilitar las señales de precios que incentivarían los ajustes que exige la nueva situación energética. La forma elegida para instrumentar la rebaja, sin embargo, es claramente mejorable. Se ha optado, en particular, por actuar a través de la reducción de la base imponible por rendimientos del trabajo, incrementando su cuantía y elevando el umbral para su desaparición. Se potencia así un beneficio fiscal de muy cuestionable diseño que eleva el tipo marginal efectivo de gravamen hasta el 60% para un tramo de renta en torno a los 20.000 euros, lo que no parece muy lógico.
En conclusión, entre las últimas medidas fiscales anunciadas por el Gobierno se incluyen algunas disposiciones poco meditadas, técnica y legalmente problemáticas, con una fuerte carga ideológica y clara motivación electoral. Convendría reconsiderar estas medidas y adoptar un planteamiento más neutro que parta de un cuidadoso diagnóstico de las debilidades de nuestro sistema fiscal.
El Libro Blanco de la reciente Comisión de Expertos podría muy bien servir como punto de partida para la discusión sobre las grandes líneas de una reforma esencial que debería ser fruto de un amplio pacto. Con los elevados niveles de déficit y deuda que tenemos en la actualidad, no hay ciertamente margen para bajadas generalizadas y permanentes de impuestos en España (aunque seguramente sí para retoques transitorios en tipos y retenciones que puedan resultar útiles para sostener rentas sin desincentivar el necesario ahorro energético). Más bien al contrario, necesitamos una reforma fiscal en profundidad que incremente nuestra capacidad recaudatoria – acompañada de un esfuerzo serio para controlar el crecimiento del gasto, especialmente en materia de pensiones. Un objetivo esencial de esa reforma ha de ser el de ampliar las bases tributarias, eliminando o reduciendo al máximo “agujeros” tales como los tipos reducidos de IVA, el sistema de módulos y el régimen simplificado del IVA y revisando los beneficios fiscales que carecen de una justificación clara. La reforma ha de traducirse en una revisión sistemática y coordinada de los grandes impuestos sobre la renta personal y societaria y sobre el consumo, así como en el desarrollo de una fiscalidad ambiental digna de ese nombre...
https://documentos.fedea.net/
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