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jueves, 30 de mayo de 2013

La doctrina de los actos propios

Por la boca muere el pez. Algo tan castizo debió inspirar el acogimiento jurisprudencial del principio de que nadie puede ir contra sus propios actos, de manera que quien se expresó o actuó en un determinado sentido, no puede en sede judicial efectuar un planteamiento contrario o incongruente con aquél. Estamos ante una expresión singular del principio general de buena fe, ya que no puede reputarse bienintencionado quien se contradice y pretende “decir digo, donde dije Diego” o negar como San Pedro su auténtica intención. También guarda relación con la prohibición del abuso de derecho (art.6.2 Código Civil)  ya que el derecho ejercido por quien actúa de tal manera ha de reputarse abusivo.
La doctrina de los actos propios debe entenderse como la norma que usualmente se expresa diciendo que “nadie puede ir contra sus propios actos”; dicha regla ha de interpretarse en el sentido de que toda pretensión formulada dentro de una situación litigiosa, por una persona que anteriormente ha realizado una conducta incompatible con esta pretensión, debe ser desestimada.
Así pues, los derechos subjetivos deben ejercitarse según la confianza depositada en el titular por la otra parte y según la consideración que ésta pueda pretender de acuerdo con la clase de vinculación especial existente entre ellas. Los derechos subjetivos han de ejercitarse siempre de buena fe más allá de la buena fe, el acto de ejercicio es inadmisible y se torna antijurídico.
Una de las consecuencias del deber de obrar de buena fe y de la necesidad de ejercitar los derechos de buena fe, es la exigencia de un comportamiento coherente. Esto significa que cuando una persona dentro de una relación jurídica, ha suscitado en otra, (con su conducta) una confianza fundada conforme a la buena fe en una determinada conducta futura según el sentido objetivamente deducido de la conducta anterior, no debe defraudar la confianza suscitada y es inadmisible toda actuación incompatible con aquella.
La exigencia jurídica del comportamiento coherente está, por tanto, estrechamente vinculada a la buena fe y a la protección de la confianza. La confianza suscitada por los actos que impone una coherencia lógica al comportamiento del autor, no es sólo la confianza creada en base a una apariencia jurídica sino a la confianza creada en base a la realización de unos actos que han creado una expectativa fundada y seria que resulta suficiente para exigir, a quien ha creado dicha expectativa, que sea consecuente con ésta, y sin necesidad de que la conducta tenga una apariencia jurídica.
La exigencia de la regla de los actos propios frente a un negocio jurídico, tiene la peculiaridad de que no se deberá probar la realización de unos actos que han creado una expectativa futura, ya que la formalización del propio negocio jurídico lleva intrínseco dicha expectativa en los derechos y obligaciones en los que se basa. Esta eficacia vinculante del negocio jurídico tiene una cara positiva y una cara negativa. La cara positiva consiste en que las partes deben actuar según se han obligado, tiene un deber de observancia de las reglas de derecho que ellas mismas han creado. La cara negativa consiste en la imposibilidad de poder deslindarse unilateralmente del contenido preceptivo del negocio jurídico. Así pues, cuando una de las partes intenta ejercitar sus derechos, o cumplir sus deberes, sin respectar las prescripciones negociales, se dice que va en contra de sus propios actos.
Desde un punto de vista del Derecho sustantivo, la inadminsibilidad de venir contra los propios actos constituye técnicamente un límite del ejercicio al derecho subjetivo. La regla de los actos propios supone un límite a un derecho en cuanto entraña un “no poder hacer”. Así pues, la doctrina de los actos propios supone una limitación frente a un derecho subjetivo. La infracción de una norma que impone una limitación a un derecho constituye una “extralimitación”, calificada como antijurídica y generadora de responsabilidad y que da lugar a la ineficacia de lo realizado.
Para poder aplicar la norma de los actos propios deberán darse los siguientes presupuestos:
1. Que una persona haya observado, dentro de una determinada situación jurídica, una cierta conducta jurídicamente relevante y eficaz. La conducta deberá consistir en un acto o serie de actos los cuales deben hallarse revestidos de un cierto carácter trascendental y jurídicamente eficaces; es decir, que creen una expectativa futura. Dicha conducta deberá haber sido observada frente a los interesados en la situación jurídica de que en cada caso se trata. No se puede esgrimir como actos propios vinculantes (a los cuales no es posible contradecir) conductas observadas frente a personas distintas de aquellas que están interesadas en la concreta situación jurídica o conductas que han sido observadas en círculos de intereses diversos.
2. Que posteriormente esta misma persona intente ejercitar un derecho subjetivo o una facultad, creando una situación litigiosa y formulando dentro de ella una determinada pretensión.
3. Que entre la conducta anterior y la pretensión posterior exista una incompatibilidad o una contradicción, según el sentido que de buena fe hubiera de atribuirse a la conducta anterior.
4. Que en ambos momentos, conducta anterior y pretensión, exista una perfecta identidad de sujetos.

 El Tribunal Supremo nos ofrece un didáctico resumen de su doctrina:
 Al respecto, resulta oportuno recordar lo dicho, en relación con el principio de actos propios, en la sentencia de esta Sala de 5 de enero de 1999:
 « [...] En la S.T.C. de 21 de abril de 1988, nº 73/1988 , se afirma que la llamada doctrina de los actos propios o regla que decreta la inadmisibilidad de venire contra factum propium surgida originariamente en el ámbito del Derecho privado, significa la vinculación del autor de una declaración de voluntad generalmente de carácter tácito al sentido objetivo de la misma y la imposibilidad de adoptar después un comportamiento contradictorio, lo que encuentra su fundamento último en la protección que objetivamente requiere la confianza que fundadamente se puede haber depositado en el comportamiento ajeno y la regla de la buena fe que impone el deber de coherencia en el comportamiento y limita por ello el ejercicio de los derechos objetivos. El principio de protección de la confianza legítima ha sido acogido igualmente por la jurisprudencia de esta Sala del Tribunal Supremo (entre otras, en las sentencias de 1 de febrero de 1990 (fº.jº. 1 º y 2º), 13 de febrero de 1992 (fº.jº. 4 º), 17 de febrero , 5 de junio y 28 de julio de 1997 . Un día antes de la fecha de esta sentencia se ha publicado en el BOE la Ley 4/1999, de modificación de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre. Uno de los artículos modificados es el 3º, cuyo nº 1, párrafo 2º, pasa a tener la siguiente redacción: “Igualmente, deberán (las Administraciones Públicas) respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima”, expresándose en el Apartado II de la Exposición de Motivos de la citada Ley lo siguiente: “En el título preliminar se introducen dos principios de actuación de las Administraciones Públicas, derivados del de seguridad jurídica. Por una parte, el principio de buena fe, aplicado por la jurisprudencia contencioso-administrativa incluso antes de su recepción por el título preliminar del Código Civil. Por otra, el principio, bien conocido en el derecho procedimental administrativo europeo y también recogido por la jurisprudencia contencioso-administrativa, de la confianza legítima de los ciudadanos en que la actuación de las Administraciones Públicas no puede ser alterada arbitrariamente ».
Y en la sentencia de esta Sala de 16 de septiembre de 2002 (RC 7242/1997 ), se afirma:
« Además, la doctrina invocada de los “actos propios” sin la limitación que acaba de exponerse podría introducir en el ámbito de las relaciones de Derecho público el principio de la autonomía de la voluntad como método ordenador de materias reguladas por normas de naturaleza imperativa, en las que prevalece el interés público salvaguardado por el principio de legalidad; principio que resultaría conculcado si se diera validez a una actuación de la Administración contraria al ordenamiento jurídico por el sólo hecho de que así se ha decidido por la Administración o porque responde a un precedente de ésta. Una cosa es la irrevocabilidad de los propios actos que sean realmente declarativos de derechos fuera de los cauces de revisión establecidos en la Ley ( arts. 109 y 110 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 , 102 y 103 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común, Ley 30/1992 , modificada por Ley 4/1999), y otra el respeto a la confianza legítima generada por actuación propia que necesariamente ha de proyectarse al ámbito de la discrecionalidad o de la autonomía, no al de los aspectos reglados o exigencias normativas frente a las que, en el Derecho Administrativo, no puede prevalecer lo resuelto en acto o en precedente que fuera contrario a aquéllos »

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Por otro lado esa doctrina de los actos propios juega en doble sentido, para el particular y para la Administración, como expresión de la buena plasmada en el art.1.3 de la Ley 30/1992, de 26 de Noviembre, de Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Sin embargo, la posición de la Administración es mas resistente a la fuerza vinculante de los actos propios, toda vez que una actuación suya precedente no le vinculará si está incursa en ilegalidad, ya que como es sabido el principio de igualdad solo juega dentro de la Ley.
Así, la también reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de 27 de Septiembre del 2012 ( rec. 7008/2010) acepta el planteamiento de la sentencia recurrida señalando:
 “Más bien parece que la alegación se dirige al invocar el principio de igualdad, que, sin embargo, como es sabido y de acuerdo con la doctrina mantenida la respecto tanto por el Tribunal Constitucional (Sentencias 1/1990 y 157/1996) como por el Tribunal Supremo de 10 de julio de 1999 (recurso 448/1996 ), sólo puede invocarse dentro de la legalidad y no para reclamar la extensión a unos casos de actitudes administrativas adoptadas para otros distintos cuando esa extensión representaría la vulneración o desconocimiento del Ordenamiento jurídico, como ocurriría en el presente supuesto.

En el mismo plano debe situarse la alegación de la codemandada sobre el desconocimiento de sus propios actos por la Administración autonómica, que se estaría basando en la existencia de otras actuaciones anteriores no ajustadas al ordenamiento jurídico ” (…)

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