En cuanto al cómo, tenemos una larga experiencia y además exitosa de la concertación social. Desde los acuerdos marco hasta las leyes concertadas. Hay quien piensa que con el recurso a la concertación los Gobiernos lo que buscan es compartir responsabilidades huyendo de las suyas, en solitario. Pero yo creo más bien que con la concertación se buscan la eficacia y la paz social. El mundo del trabajo en las sociedades contemporáneas es complejo y requiere dosis de comprensión a sus aspiraciones dentro de lo que sea razonable. Por ello, concertar asegura que se cumpla la norma y evita los conflictos.
Sería muy deseable que en estos tiempos turbulentos que vivimos lo que haya que hacer se haga con audiencia y negociación de los agentes sociales, y si el intento fracasa, el Gobierno debe asumir su responsabilidad constitucional de gobernar. Pero en tal caso, hay que hacer un gran esfuerzo de explicación y justificación a los ciudadanos de lo que se hace. En este terremoto político de la arribada de los tecnócratas corremos el peligro de que no sepan explicar y vender lo que hacen (como es costumbre en los políticos), provocando agitaciones sociales. Me lo comentaba hace poco el vicepresidente de la CEIM, Juan Pablo Lázaro, y tiene toda la razón. Ojo a ese tema. Los tecnócratas, como los cirujanos, tienden a decir -y es verdad- que hay que operar y punto. Pero algo de anestesia moral es necesario. A veces basta una frase como la famosa de Kennedy: “No preguntes a América qué puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por América” para movilizar voluntades y aceptar sacrificios.
En cuanto a qué hay que hacer, yo diría, en resumen, que el principal objetivo es que la norma laboral sea impulsora del empleo y no rémora. Que el empresario vea en la norma una oportunidad y no un obstáculo. Que la norma sea realista, de modo que no se pierda en elucubraciones puramente sociales sino que sepa equilibrar la eficiencia económica con la equidad y protección social. No puedo en este artículo extenderme en lo que debe contener la reforma laboral, por lo que me limito a lo esencial.
Lo primero es que demos un giro radical en cuanto al sujeto a proteger: no puede ser, como hasta ahora, el puesto de trabajo, sino el trabajador. Darle formación y polivalencia, es decir, empleabilidad, de modo que si pierde el puesto de trabajo, que pueda encontrar otro fácilmente. Que los convenios colectivos no sean corsés de hierro, sino que contemplen la realidad de la empresa concreta y permitan descuelgues de modo más flexible y en más materias que la salarial. Que haya un contrato único con estabilidad y con un coste razonable de extinción (la media europea). Que el tiempo parcial y el teletrabajo tengan una regulación mucho más flexible. Que la movilidad funcional se pueda producir sin los obstáculos que ahora tienen. Que los salarios tengan más referencias más allá de la inflación, como la productividad, los resultados de la empresa, el desempeño individual, etc. Que la formación sea un derecho. Que la ultraactividad de los convenios no se eternice. Y, desde luego, que desaparezca el síndrome laboral de Santa Rita: Santa Rita, Santa Rita, lo que se da no se quita.
Habría más temas pero lo dicho es en sí un programa a llevar a cabo. Y desde luego, para su eficacia precisa una mejora de la situación económica de créditos, de la fiscalidad, de la seguridad jurídica y del aligeramiento de las trabas administrativas y, sin lugar a dudas, de la estabilidad presupuestaria y unidad de mercado. Si no es así, es como regar un pedregal.
Juan Antonio Sagardoy. Catedrático de Derecho del Trabajo.
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