Resulta absurdo el debate que se ha iniciado a lo largo del fin de semana sobre los riesgos inherentes a la energía nuclear. Una polémica sacada completamente de madre que olvida que, en la raíz del problema, se encuentra el suceso absolutamente excepcional que ha tenido lugar en Japón. Un evento estadísticamente probable pero poco posible de una fuerza natural incontenible. Aprovechar tal fenómeno para cuestionar las bondades de este tipo de generación energética responde a la categoría de “coja usted el nabo por las hojas”, a ver si cuela. Es verdad que del acontecimiento se derivan una serie de consecuencias potencialmente peligrosas para la ciudadanía de los alrededores, que ha tenido que ser evacuada. Pero que pueden replicarse tanto ante la amenaza de reventón de una presa hidráulica, fruto de unas lluvias torrenciales desmesuradas o un terremoto como éste, como por escapes de crudo o un accidente en una refinería, fuera éste fortuito o provocado. El que esté libre de pecado, ya se sabe. Al final, el mundo no es binario y siempre se han de poner en el fiel de la balanza los pros y los contras de cualquier cuestión en un entorno de razonable normalidad, con independencia de que se contemplen también las situaciones más extremas.
Desde ese punto de vista, España no puede prescindir de la energía nuclear. Es más, debería reforzar su parque de reactores. La conversión reciente de Felipe González pone de manifiesto que, en cuanto los políticos salen de las trincheras de la permanencia en el poder y empiezan a ver mundo, se convencen de que los reactores han dejado hace tiempo de ser un mal necesario para pasar a convertirse en un bien imprescindible en el marco de una estrategia de planificación racional. Springfield, los Simpsons y ese malvado señor Burns al que algún malvado fisonomista ha equiparado al genial Leopoldo Abadía, son personajes de dibujos animados. De hecho, ya comentamos en estas mismas líneas hace ahora casi tres años, el carácter progresista de la fusión nuclear, en su doble acepción de avance y mejora: más producción, de modo más estable, a un coste más razonable, menos contaminante, con menos dependencia de los suministros de materias primas ajenas (aunque es verdad que el uranio no es ilimitado) y sin los inconvenientes tectónicos que afectan a otras áreas del planeta.
Aparte del riesgo de accidente, minimizado por la mejora de los mecanismos de prevención y reacción de las últimas décadas y del que no escaparíamos en caso de que se produjera un problema en alguna de las centrales francesas próximas a los Pirineos, dos siguen siendo los hándicaps principales de este tipo de generación eléctrica: el elevado coste de instalación y la eliminación de los desechos. La inversión en nuevos reactores es extraordinariamente elevada y se extiende durante largos periodos de tiempo. Como no podía ser de otra manera, aquí no sirve el aquí te pillo aquí te mato de las renovables o de las centrales de ciclo combinado, por citar dos de las alternativas. Estamos hablando de una década entre localización, permisos, construcción y puesta en marcha. Sin embargo la activación y el mantenimiento posterior de una infraestructura de este tipo va acompañada de elevados requerimientos de mano de obra y capital que se traducen en una enorme actividad en su zona de influencia, compensación indirecta de los riesgos que sus habitantes podrían asumir. Respecto a la basura nuclear, su importancia relativa ha ido menguando en la medida en que ha aumentado el grado de reutilización, avance paralelo al aumento de seguridad de los mecanismos de transporte y almacenamiento de los residuos.
España necesita de una Primavera Nuclear. Se hace perentorio no sólo mantener las ocho centrales actualmente en funcionamiento que suponen el 20% de las necesidades de consumo hoy día en nuestro país sino, en un entorno de precios de los suministros energéticos estructuralmente altos, aumentar el parque de instalaciones con objeto de potenciar nuestra independencia respecto de socios comerciales poco deseables o inestables. Una iniciativa que debería ir acompañada tanto de la creación de una reserva estratégica de uranio, para asegurar ese otro oro amarillo a los centros de generación en caso de carestía en el mercado, como de un plan de incentivos a la participación privada que permita compensar el freno que la actual situación de las cuentas públicas puede suponer para una propuesta de este tipo. Lo contrario es remar contra corriente cuando seríamos los primeros beneficiados de dejarnos arrastrar, con las lógicas precauciones, por ella. No en vano se espera que el parque nuclear mundial multiplique por dos en las próximas tres décadas, movimiento encabezado por naciones de perfil ideológico tan dispar como Estados Unidos, China, India, Rusia o la propia Japón. Quedarnos fuera sería un paso más hacia el suicidio energético y hacia unos precios inasumibles por buena parte de la población. El nuclear “no” ha dejado de ser una opción. Por más que muchos enciendan ahora las señales de alarma
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