El principio de primacía ha sido sancionado por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de manera inequívoca, aunque no es menos cierto que no ha logrado ser plasmado en los correspondientes Tratados de la Unión Europea.
La STJCE de 9 de marzo de 1978 (Simmenthal) le atribuyó el siguiente significado y eficacia: sobre el juez nacional pesa la obligación de dejar sin aplicación toda disposición de la ley nacional eventualmente contraria al Derecho Comunitario. En sus propios términos:
«[.] el juez nacional encargado de aplicar, en el marco de su competencia, las disposiciones del Derecho Comunitario, está obligado a garantizar la plena eficacia de dichas normas dejando, si procede, inaplicadas, por su propia iniciativa, cualesquiera disposiciones contrarias de la legislación nacional, aunque sean posteriores, sin que esté obligado a solicitar o a esperar la derogación previa de éstas por vía legislativa o por cualquier otro procedimiento constitucional».
Conviene recordar que esta doctrina salió al paso de aquella otra (de carácter nacional) que imponía al juez ordinario el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad en la medida en que considerase que la ley nacional era irremisiblemente contraria al Derecho Comunitario. La identificación de infracción del Derecho Comunitario con infracción de la Constitución, permitía, en principio, tal conclusión. De manera que en la medida en que la ley podía haber vulnerado la Constitución -aunque en realidad lo fuera por razón de la infracción comunitaria-, el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad resultaba obligado: bastaba considerar, tal como mantuvo la Corte Constituzionale italiana, que la contradicción con el Derecho Comunitario implicaba ineludiblemente una vulneración o desconocimiento de la cesión de soberanía habilitada por el artículo 11 de la Constitución italiana. Por tanto, la inconstitucionalidad (aunque mediata o indirecta) daba entrada al monopolio de rechazo de las leyes atribuido a la jurisdicción constitucional. De ahí que el juez ordinario no tuviese otra opción que la de plantear la correspondiente cuestión, absteniéndose por el momento de inaplicar la correspondiente norma legal.
Frente a esta doctrina reaccionó el Tribunal de Justicia en los términos señalados: el juez debe inaplicar la ley en cualquier caso, sin que -volveré a recordarlo-«esté obligado a solicitar o a esperar su derogación previa por vía legislativa o por cualquier otro procedimiento constitucional» (léase, por la jurisdicción constitucional a través del correspondiente procedimiento).
La doctrina Simmenthal también suscitó algunas reservas iniciales en el Tribunal Supremo español, a pesar de que fue reiterada en la STJCE de 11 de junio de 1989 (as. 170/88, Ford España). La aceptación de esta doctrina -primacía del Derecho Comunitario sobre el Derecho nacional- fue de hecho cuestionada por algunas decisiones de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (Sentencias de 23 y 30 de noviembre de 1990), al considerarse dicha Sala incompetente para declarar la incompatibilidad con el derecho Comunitario de normas con rango de ley posteriores a él. La razón que se esgrimió no fue otra que el «límite infranqueable» impuesto a la jurisdicción contencioso-administrativa por el artículo 1 de su Ley Jurisdiccional (de 1956; y en los mismos términos, en la vigente Ley de 1998), cuya competencia queda ceñida al enjuiciamiento de las «disposiciones (de carácter general) con categoría o rango inferior a la ley».
Sin embargo, la STC 28/1991, de 14 de febrero, corrigió la posición del tribunal supremo. A tal fin argumentó que la contradicción de la ley con el Derecho Comunitario no pasa de ser «[.] un puro problema de selección del Derecho aplicable al caso concreto, ajeno a la constitucionalidad de la ley [.]». De este modo, el juez ordinario queda investido de unos poderes de inaplicación que en otro caso le estarían vedados -tal como había mantenido el Supremo-; y todo ello en plena conformidad con la doctrina Simmenthal.
Ahora bien, la solución arbitrada (se trata de un «puro problema de selección del Derecho aplicable al caso concreto») no deja de ser discutible o cuando menos insuficiente. En la doctrina española se ha señalado oportunamente que la calificación que hace el Tribunal Constitucional de la contradicción entre el Derecho Comunitario y las normas internas «como puro problema de selección del Derecho aplicable al caso concreto» no deja de ser «insuficiente», pues «tal calificación, amén de esconder lisa y llanamente, sobre todo tratándose de ámbitos de aplicación concurrentes, una valoración de compatibilidad entre ambas normas, no se podría extender a procesos en los que se impugna directa o indirectamente una norma reglamentaria ante la jurisdicción contencioso-administrativa por vulneración de la norma comunitaria».
Quizá esto explique que el propio Consejo de Estado haya reconocido que el poder-deber de nuestros tribunales de inaplicar las normas españolas, cualquiera que sea su rango -incluidas, por tanto, las leyes- cuando están en contradicción con normas europeas, «prima facie parece incompatible con su sujeción al imperio de la ley que la Constitución proclama (art. 117.1)», por lo que se habría operado una «mutación constitucional de naturaleza jurisdiccional» .
Como se ve, la cuestión dista bastante de estar definitivamente clarificada en estrictos términos dogmáticos.
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