Hemos cerrado un curso en que la corrupción ha acaparado el humor social y la actividad. No es casualidad, como a nadie se le escapa, que esta omnipresencia vaya de la mano de una pavorosa crisis económica que se prolonga ya cuatro años y de la que no se avizora todavía el final. Suele ocurrir. Por ejemplo, la fase que vivió España entre 1992 y 1995, también recesiva y plagada de escándalos, repite más o menos el patrón que estamos viviendo ahora. No se trata de que en ciertos momentos haya puntas de corrupción. Resulta obvio, en cambio, que lo que tenemos son puntas de preocupación ciudadana.
Es bueno que los ciudadanos, aunque sea periódicamente, nos ocupemos de la corrupción. Lo malo, más bien, es lo contrario: esas épocas de bonanza o de engañosas vacas gordas en las que parece casi como de mal gusto señalar ciertas prácticas y se generaliza, incluso, la percepción social de que éstas no sólo es que sean inevitables sino que pueden, llegado el caso, hasta a ser consideradas como beneficiosas, como el inevitable y deseable “engrase” que hace que la actividad económica vaya a más y mejor. Las épocas en que las cosas van mal permiten, en cambio, elevar el listón de exigencia. Aquellas en las que las cosas se ponen feas de verdad, quizás como los meses que nos pueden tocar vivir el año que viene, llegan a servir incluso, en ocasiones, para erradicar poco a poco las prácticas socialmente más destructivas. Todo es cuestión de que se hagan socialmente insoportables. Para lo cual, desgraciadamente, suele requerirse que andemos verdaderamente jodidos.
Junto a ese incremento del umbral ciudadano de exigencia derivado de que los tiempos no estén para bromas hay un elemento adicional que resulta imprescindible para poder combatir eficazmente la corrupción: identificar bien cómo, cuándo y en qué formas se produce, tratar de analizar sus causas y valorar con mesura sus implicaciones, así como el motivo de que el sistema social la haya tolerado o incluso incentivado en condiciones de normalidad. La aproximación, propia de tiempos de depresión colectiva como los que vivimos, catastrofista, generalizadora y exagerada del tous pourris! no conduce a ninguna parte, salvo a la inacción. Es, además, injusta y supone un ejercicio simplificador que conduce a plantear soluciones radicales, sencillas y habitualmente traducidas en medidas de tipo penal condenadas a la más absoluta ineficacia.
A modo de síntesis de lo que ha sido el curso político, económico y universitario 2010-2011 voy a tratar de bosquejar un mapa de actuación que permitiría declinar medidas concretas de reforma para actuar sobre los diferentes focos de corrupción propios de la España de nuestros días. Quizás el esfuerzo sea baldío, quizás peque de ingenuo o de poco informado sobre lo que se cuece en esos mundos, pero creo que vale la pena tratar de empezar aproximaciones de este estilo:
- En España hemos logrado erradicar las formas de corrupción más groseras y salvajes. Aunque la corrupción, como decía Séneca, sea más un mal de los hombres que de los tiempos, es cierto que sus formas e intensidad sí pueden variar con el tiempo y dependiendo de cómo nos organizamos como sociedad, de los valores cívicos y de la propia eficacia de los mecanismos de control. En España ya no es posible, a diferencia de lo que ocurría hace apenas unas décadas, meter la mano en la caja pública y llevarse el dinero por las bravas. Un caso como el de Roldán en su época de director general de la Guardia civil ya era una anomalía a finales de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado, pero ahora resultaría ciertamente difícil de llevar a cabo. En general, y simplificando mucho, una democracia es eficaz para contener estas prácticas extremas, por lo que el mero tránsito de una dictadura a un Estado de Derecho más o menos homologable a los usos europeos hizo decrecer mucho el problema en España. Adicionalmente, la entrada en la Unión Europea y la obligada asunción de muchas normas comunitarias a partir de 1986 han cambiado radicalmente el panorama que había sido tradicional en nuestro país. Para bien, como es evidente. También lo es, por lo demás, que frente a estos casos graves la reacción ha de ser de tipo penal y que se ha de perseguir a los contados infractores que, todavía en la actualidad, puedan estar metiendo la mano en la caja. Ésa ha de ser la función del Derecho penal, actuar contra los comportamientos más graves y de consecuencias más negativas para el orden social. Ocurre, sin embargo, que el problema de corrupción que tenemos en España en la actualidad no tiene por lo general en su origen estas prácticas, más bien escasas, sino antes al contrario la multiplicación y canalización de otras, menos lesivas individualmente analizadas pero muy desestructuradoras si se producen de forma generalizada.
- Corrupción de baja intensidad y reforma administrativa. El drama con la corrupción de baja intensidad, y lo que hace muy difícil tratar con el problema, es la enorme facilidad con la que su misma generalización y aparente escasa entidad respecto de cada acción concreta permite la banalización de la misma. En España es cierto que probablemente no se mete la mano en la caja, como tampoco se dan contratos a lo bruto en plan ilegal y alegre a amigos incapaces de gestionar la encomienda, pero hemos logrado encontrar numerosos intersticios legales en nuestras normas procedimentales, que nadie tiene demasiado interés en tapar, que han acabado generando prácticas muy nocivas pero que se han extendido de manera masiva hasta convertirse, y vivirse, como inevitables e incluso normales. Resulta evidente que la mayor parte de estas conductas no constituyen ilícitos penales (y está bien, de hecho, que así sea), hay algunas de ellas, incluso, que pueden ser hasta perfectamente legales y es bien cierto que en ocasiones muchos de estos procedimientos llegan a ser incluso inevitables si se quiere desarrollar una acción administrativa eficaz, pero la combinación de todos estos factores acaba generando un magma de admisibilidad, banalización y generalización de prácticas dudosas, que en el fondo son cualitativamente corrupción aunque en un grado de intensidad bajo, pero que por producirse de modo masivo y en medio de un clima de comprensión social, resultan muy dañinas. No se combaten, se perciben como imposibles de erradicar y suponen unos costes sociales, económicos y de empleo eficaz de recursos que, a la larga, es muy importante.
La cuestión es, entonces, ¿es imposible actuar contra estos focos? Aunque resulta evidente que la erradicación completa de cualquier acción socialmente inicua es imposible (y de hecho los costes de pretender lograrlo serían brutales, como las experiencias totalitarias se han encargado de demostrar, así como el carácter quimérico de esta pretensión) sí que se puede (y debe) tratar, al menos, de actuar de manera decidida para minimizar mucho su incidencia y, al menos, comenzar a erradicar su carácter banal y general. Para ello es esencial identificar, en primer lugar, los focos en los que el problema es estructural.
1. Empleo público. Aunque el ordenamiento jurídico exige que los principios de mérito y capacidad primen a la hora de seleccionar al personal al servicio de los ciudadanos, es sabido que las vías de escape son muchas y que se usan profusamente. Como en todos los casos, una erradicación total del abuso es imposible, pero al menos habría que intentar atajarlo y dificultarlo. Para ello es preciso, es imprescindible, asumir que en España tenemos que cambiar las vías de acceso al empleo público y tender a modelos de entrada que objetivicen cada vez más la selección (aspecto donde se ha avanzado indudablemente en las dos últimas décadas) pero que, además, garanticen un eficaz control a posteriori de la corrección de la misma (ámbito donde, en cambio, se está casi como hace décadas debido a una configuración del proceso contencioso todavía deferente con la Administración y que dificulta mucho las posibilidades de recurso de los perjudicados con miles de trabas procesales absolutamente absurdas) y que se combinen con otra medida clave: que no se pueda consolidar nunca una persona (interinos, etc…) más de un tiempo razonable (que debieran ser antes meses que años) para evitar problemas posteriores pero, sobre todo, que nunca pudiera estabilizarse laboralmente a quien no entró pasando un concurso público digno de ese nombre sino por alguno de los mecanismos de provisión de puestos provisionales (que está bien que existan porque son necesarios, pero que no pueden excluir la selección rigurosa y pausada, en igualdad de condiciones, pasadas esas circunstancias que los justifican, a efectos de empleo público estable).
Resulta evidente que es difícil sobrevalorar la importancia que tiene que los empleados públicos sean bien seleccionados. Por lo que significa en igualdad de oportunidades y porque, además, la propia acción administrativa será mejor, más eficiente, y provocará un mayor retorno a los ciudadanos si el personal al servicio de los poderes públicos ha sido bien elegido. Pero es que, además, que estas cosas se hagan bien genera un importante efecto ejemplarizador y de construcción de una conciencia ciudadana potente. Algo que, a día de hoy, opera en la dirección contraria. Aquí todo el mundo piensa, incluso en los lugares más insospechados, que las relaciones y los enchufes sirven para colocarse. Y lo peor es que sigue siendo, aunque con un itinerario más trabajoso que antaño, verdad. Si una Facultad de Derecho cercana a mí, por poner un ejemplo significativo, se permite contratar a profesores para dar clases de Derecho administrativo y puntúa mucho más la experiencia profesional de un abogado que declara dedicarse al Derecho civil que la de un técnico de grupo A de una Administración pública es que las cosas funcionan bastante mal. Si ante dos personas que han aprobado la misma oposición y llevan trabajando exactamente los mismos años en un mismo cuerpo funcionarial, y buscando de nuevo profesores para dar clases de Derecho Adiministrativo de forma genérica, va y resulta que la experiencia profesional de una es valorada como el triple que la de otra, es que tenemos un problema. Pero la cuestión es si cabe más grave cuando las normas y procedimientos al uso no sólo permiten hacer cosas como estas sino que incluso ante un recurso frente a estas actuaciones los mecanismos de control fallan y se producen respuestas e informes que avalan ese tipo de acciones sin que nada ocurra. Actuaciones de esta índole, que se producen en Universidades, Ayuntamientos, Administraciones Autonómicas, empresas públicas… con total impunidad, constituyen una quiebra básica de lo que en el fondo son principios esenciales para garantizar el buen funcionamiento de una sociedad articulada de manera cívica y justa. Son, en realidad, corrupción, por mucho que no estemos ante delitos y que incluso pueda acabar declarándose tal proceder como perfectamente legal. Y deberíamos dotarnos de mecanismos de control potentes para evitar que puedan darse con la facilidad y el carácter general con los que se producen en España, todavía, en la actualidad.
2. Contratos con las Administraciones públicas. De nuevo los tiempos han cambiado y de igual manera que ya no se puede meter de manera directa y descarada a un hijo o a una novia en un empleo público porque sí, tampoco se pueden adjudicar de forma masiva y generalizada contratos públicos ficticios o a cambio de prestaciones inexistentes o claramente sobrevaloradas. Tarde o temprano, si lo hace alguien, le acaban pillando y tiene un problema. Bien está que así sea. Ahora bien, de nuevo, como ocurre con el empleo público, la corrupción que tenemos en España, excepción hecha de los casos más obscenos que también puedan existir y para los que el Derecho penal ha de ser la herramienta de persecución, es más light, difusa y porosa. Por lo que subsiste, se generaliza y extiende cual abceso intratable, y además se vive con normalidad e incluso como si fuera inevitable. Estamos hablando de prácticas conocidas, como el abuso del recurso a mecanismos excepcionales de contratación que permiten actuar liberados de controles, el fraccionamiento de contratos para escapar a muchos de ellos, la aparición y generalización de “pliegos a medida” para que el proceso de selección del contratista no contenga incógnita alguna sobre la identidad de la persona a quien se va a adjudicar el contrato… Todo ello genera un sinfín de acciones, la mayor parte de ellas, de nuevo, perfectamente legales (y una vez más, como se ha dicho, en algunos casos incluso imprescindibles para el buen funcionamiento de la Administración, por razones de eficacia) pero que si nos alejamos del detalle permiten contemplar un paisaje impresionista mucho más inquietante, con sobreprecios generalizados, empresas a las que sistemáticamente se adjudican ciertos contratos y verdaderos entramados especializados en la mera “intermediación” que resultan adjudicatarios de buena parte de la actividad de algunos órganos y que suelen acompañar a los mismos (o a las personas que los ocupan) durante años allá por donde van, sacando buena tajada de esa labor mediadora.
De nuevo el panorama descrito acaba comportando ineficiencia y sobrecostes, pero también un descrédito y desánimo cívico importante, muy destructivo. Imaginemos cómo viven la situación las empresas de la competencia, obligadas a adaptarse al sistema, trabajar para quienes son elegidos o morir. Pensemos en los problemas estructurales para la creación de tejido empresarial que ello supone. Una vez más, no obstante, se ha de reconocer que las normas (en este caso además reforzadas por las exigencias del Derecho de la Unión Europea, que vela porque los contratos de grandes cuantías sean ofertados en licitaciones públicas muy transparentes) y los usos han cambiado. Ya no es tan frecuente el soborno o el pago a cambio de recibir un contrato (y, de nuevo, bien está que esos casos se persigan penalmente, porque para esas excepciones más graves ha de servir el Derecho penal). Pero ahora la corrupción más habitual y generalizada, de baja intensidad, es más sutil y adopta esas formas más vaporosas, a modo de contratos fraccionados para ser adjudicados sin concurso, en forma de empresas que sistemáticamente resultan beneficiadas, por medio de repartos más o menos sutiles que desincentivan el recurso, con el montaje de entramados solitarios huecos que únicamente logran contratos y luego buscan, a si vez, a quien haga de verdad el trabajo….Una vez más nos encontramos con un problema de objetivación hasta donde sea necesario, de posibilidad efectiva de controles y de generar los incentivos correctos para ir eliminando estas prácticas. Por ejemplo, y además de ir cerrando vías excepcionales en materia de contratación, estaría bien que empezara a establecerse una efectiva vía de repetición contra los funcionarios que hubieran provocado mermas patrimoniales sustanciales a la Administración con sus decisiones en materia de contratación, lo que sin duda conllevaría un aumento notable de la diligencia. Asimismo, podrían empezar a levantarse velos societarios, porque no sólo en el Derecho mercantil esa doctrina ha de aplicarse. Y las exigencias en materia de subcontratación se podrían extremar, dificultando la acción de los intermediarios paralizadores. Por no mencionar la conveniencia de que empezaran a cumplirse las prohibiciones para contratar previstas en la la ley.
- Corrupción y especulación en materia de suelo. Si bien hemos explicado que, a día de hoy, la corrupción en España no es habitualmente “salvaje” (gente metiendo la mano en la caja, colocando a su hijo en el Ayuntamiento por sus cojones o dándole a una empresa un contrato a cambio de un precio o por mera amistad) sí es cierto, no obstante, que ha habido un entorno donde todo tipo de prácticas delictivas o rayanas en lo criminal han sido la norma y que sólo se han contenido recientemente por factores económicos, como consecuencia de que el sustrato sobre el que se actuaba para sacar el dinero se ha secado de golpe: el sector inmobiliario y todo lo relacionado con el urbanismo y la recalificación de suelos. La generalizada orgía en la materia, unida a la dificultad de controlar decisiones en el fondo discrecionales (como lo es la de recalificar o no un suelo por parte de un Ayuntamiento) adoptadas por corporaciones municipales a veces muy pequeñas y conformadas por personas muchas veces sin demasiada formación (aunque para esto, en el fondo, la formación no es tan importante, basta tener ética y sentido común para saber qué es correcto y qué es inadmisible), todo ello en un contexto social que favorecía esas decisiones (porque en la pedrea de la recalificación había muchos agraciados además de quienes se llevaban el premio gordo) y que hacía percibir las prácticas corruptas como un “coste de transacción” más y aderezado con la existencia de necesidades objetivas de financiación local debido a un modelo fiscal y de reparto de los ingresos entre Administraciones Públicas directamente delirante que hace que en España los distintos niveles administrativos tengan más dinero cuantas menos competencias tienen, así como el inevitable efecto llamada y criminógeno de un sector que promete, a cambio de asumir ciertos riesgos, retornos milmillonarios, conformaron un cóctel explosivo que ha generado muchísimos problemas que nuestro Derecho no ha sabido combatir bien. Allí donde no ha habido presión ciudadana o política para enfrentarse a los desmanes el Derecho, ya sea el penal, ya el administrativo, se ha demostrado incapaz de poner remedio a esta terrible sangría y todos los costes económicos, ecológicos, de equidad e incluso de futura sostenibilidad financiera asociados a estas prácticas predatorias.
Aprovechando la parálisis en el sector provocada con la recesión y el previsible margen con el que se cuenta hasta que se vuelva a poner en marcha la maquinita recalificadora urge diseñar un modelo de intervención pública de futuro que evite la reiteración en los próximos años de estas prácticas a gran escala, que es como desgraciadamente se han desarrollado en los últimos tiempos. Para lo cual las recetas pasan, de nuevo, por actuar asumiendo cuál es la realidad y la imposibilidad de controlar dinámicas como las que hemos vivido en la última década desde el Derecho penal y la represión pura y dura. Hay que hacer también otras cosas, adoptar orientaciones alternativas, algo que pasa inevitablemente por actuar en dos líneas:
1. Eliminación de la tentación de que los Ayuntamientos, por pequeños que sean, sucumban a los pactos fáusticos para urbanizar como bienintencionado recurso cortoplacista para allegar fondos a las arcas municipales, ergo reforma de la financiación de nuestros ayuntamientos para darles mucho más músculo y autonomía financiera de la que ahora tienen.
2. Reforma de ese modelo de reparto de los aprovechamientos del suelo que provoca el absurdo de que la decisión administrativa, poniendo la línea en el mapa más hacia un lado o hacia otro, pueda convertir en milmillonarios a los propietarios del suelo “agraciado”, con todos los perversos incentivos que ello genera para “presionar” de la manera que sea (incluso a costa de una parte, por lo demás reducida, de los enormes beneficios que se pueden llegar a lograr si se opera la transformación) para lograr que la rayita pase por donde te conviene. Este modelo no sólo es gasolina para la corrupción sino que, además, no funciona como sistema de reparto equitativo de costes sociales y beneficios asociados a la propiedad si permite, como es el caso, patrimonializar casi todas las plusvalías a los propietarios, pues genera evidentes agravios comparativos. En España lo hemos mantenido a partir de la ficción, absolutamente desmentida por la práctica, como bien consta a cualquier especulador que se precie, de que esa plusvalía nunca se la quedaba el propietario sino que iba a parar a la Administración, dado que era ella la que “ponía en valor” esos terrenos. Dado que este adánico objetivo no se ha logrado ni se ha pretendido en serio en ningún momento (y el gen propietaria español, además, no lo consentiría como alguien se pusiera manos a la obra con esa meta en serio) sería mejor ir virando hacia modelos de reparto de la capacidad de edificar entre todos los propietarios de suelo, bien con un plafond legal de densidad a la manera francesa, bien con un mercado de metros edificables en poder de los propietarios de suelo que, a la manera del comercio de los derechos de emisión de CO2, permitiera un comercio justo sobre los mismos. Este tipo de medidas, al margen de otros beneficios indudables, generarían un automático efecto sobre la corrupción urbanística, dado que la más lucrativa acabaría dejando de tener sentido económico.
En definitiva, en España, es verdad, hay corrupción. Y además hay mucha, la hay muy generalizada y está muy “institucionalizada”. Pero conviene, igual que se afirma esta realidad, poner en su correcto contexto las cosas y tratar de desbrozar la realidad para que el análisis nos permita actuar sobre ella de manera eficaz. Para lo cual urge saber de verdad qué tipo de corrupción tenemos y cómo se da. Y tomar conciencia de que el Código penal no es la solución, entre otras cosas porque si así fuera y combatiéramos en serio con juicios y penas de prisión este tipo de prácticas que he denominado corrupción de baja intensidad las cárceles del país no darían abasto. No se lucha contra dinámicas sociales tan extendidas con penas de prisión. Se combaten con más controles, más rigurosos y con un diseño procedimental mejor. Se combaten con exigencia de responsabilidad no penal y con medidas ejemplarizantes quizás menos agresivas pero más efectivas a largo plazo. Y probablemente se combaten, ante todo, con ganas de cambiar, con la necesaria explicación de lo que va mal y de las razones por las que es bueno modificar pautas. Como ése es el primer e imprescindible eslabón de la cadena, y dado que no se ve a día de hoy muchas ganas en España de poner manos a la obra, estaría bien que empezáramos a exigir reformas en estos tres ámbitos (empleo, contratos, suelo) para poder aspirar a tener una sociedad más justa, más eficiente y, también, mucho menos corrupta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario