viernes, 30 de marzo de 2012

El profesor J.A. Sagardoy defiende reforma laboral". Niega que el empresario tenga "poder arbitrario y/o unilateral"


Ya hemos tenido una huelga general más y cabe preguntarse sobre sus motivos e intenciones. El hecho de que varios partidos políticos –incluido el principal de la oposición– hayan mostrado explícitamente su apoyo a los huelguistas le da cierta transcendencia política, pero no voy a detenerme en ello.
Simplemente deseo hacer un análisis de urgencia sobre la motivación y consecuencias de la huelga. Por lo que manifiesta el Gobierno, parece clara su voluntad de no modificar la reforma más allá de lo que se haga por la vía parlamentaría de enmiendas al RDL 3/2012. Con ello, el éxito de la huelga respecto a lo perseguido es precario.
Lo que sí puede conseguir es empeorar la percepción de los órganos europeos económicos respecto a nuestra precaria situación. Y eso es claramente negativo. Y, finalmente, el impacto, en cuanto a coste económico, de la huelga en nuestro aparato productivo es otro factor que hay que apuntar en el pasivo.
En línea con Europa
Queda, por tanto, el plano de la motivación para juzgar la oportunidad-necesidad de una huelga general. Antes que nada me parece importante señalar que, aunque el Tribunal Constitucional haya otorgado su “placet” a este tipo de huelgas político-laborales, no puede olvidarse que tras su transformación en ley será una normativa que emana del órgano depositario de la soberanía popular, como son las Cortes.
Dicho esto, se ha venido manteniendo, con poco rigor y menos análisis, que esta reforma supone un retorno al siglo XIX, un desmantelamiento de todo el Derecho del Trabajo y un profundo desmarque de la normativa laboral de los países de la Unión Europea. No es cierto. Voy a mencionar tan sólo los dos pilares esenciales de la reforma: la modificación de las condiciones de trabajo fijadas en un convenio colectivo y la posibilidad de que vigente un convenio supraempresarial pueda formalizarse otro a nivel de empresa.
Pues bien, la primera cuestión incide en algo que ha sido mortal para el empleo: que no haya una solución preventiva antes de la “muerte” del puesto de trabajo. Se han perdido infinidad de empleos por las enormes dificultades que ha tenido el empresario, con la legislación anterior, de modificar condiciones de trabajo –incluida la cuantía salarial–, reducir la jornada o suspender los contratos. De ahí que al final se optara por el despido. Pues bien, ahora nos incorporamos a la normativa y cultura europea de optar por el mal menor y salvar el puesto de trabajo.
Y, asimismo, que una empresa sujeta a un convenio sectorial –que me parece siempre bueno, en cuanto a su existencia, para evitar vacíos normativos– pueda desligarse del mismo y firmar otro adecuado a sus circunstancias me parece otro excelente medio de evitar el estrangulamiento de la empresa con la consiguiente pérdida de puestos de trabajo. Y eso es lo que ha pasado hasta ahora.
En definitiva, la reforma trata de remover obstáculos para contratar y de facilitar el cambio de condiciones para evitar el despido. El que se vaya contra esas dos medidas, que son la clave de la reforma, me parece un despropósito. Y, desde luego, eso sí que nos alejaría de Europa.
Hay muchos otros aspectos del contrato de trabajo que han cambiado, pero aparte de que algunos de ellos es posible que se mejoren en el trámite parlamentario, en absoluto suponen la instauración de un poder arbitrario y/o unilateral del empresario. Todo es causal y necesitado de negociación. Entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿Volver a la antigua legislación, que, junto con la crisis económica, es la culpable de los millones de parados? No parece lo más acertado.

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