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domingo, 6 de marzo de 2011

Sobre la democracia versus la libertad

por Steve H. Hanke

Steve H. Hanke es profesor de economía aplicada en la Universidad Johns Hopkins y Académico Titular del Cato Institute. Aquí puede obtener el ensayo en formato PDF.

“El Profesor Hanke brinda uno de los análisis más profundos que he leído sobre los Padres Fundadores y sus documentos. En lugar de analizar los documentos de los Padres Fundadores con nuestros puntos de vista, sesgos y prejuicios del presente, él se enfoca en su significado esencial y original.
Muchos se sorprenderán al enterarse de que la palabra “democracia” no fue usada ni en la Declaración de Independencia ni en la Constitución. De hecho, los Padres Fundadores temían permitir cualquier tipo de tiranía, incluso la tiranía de la mayoría.
Este ensayo debería ser leído y meditado por todos aquellos que piensan que tienen el derecho a influir la sociedad. ¡Una verdadera joya!”
—Jacques de Larosière, consultor para BNP Paribas en París, ex presidente del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, ex director administrativo del Fondo Monetario Internacional y ex gobernador del Banco de Francia.
Luego de la Primera Guerra Mundial, el presidente Woodrow Wilson se propuso hacer del mundo un lugar seguro para la democracia. Desde entonces, los presidentes estadounidenses han marchado al ritmo del idealismo wilsoniano. De hecho, gran parte de la política exterior de EE.UU. se lleva a cabo bajo el pretexto —y en algunos casos la genuina creencia— de que EE.UU. está llevando la democracia al resto del mundo. De manera que la justificación del presidente Barack Obama para intervenir en el extranjero no es ni nueva ni extraña.
La mayoría de las personas, incluyendo gran parte de los estadounidenses, se sorprenderían al darse cuenta que la palabra “democracia” no aparece en la Declaración de Independencia (1776) o en la Constitución de EE.UU. (1789). También les sorprendería la razón por la cual la palabra democracia no está en los documentos fundadores de EE.UU. Contrario a lo que la propaganda ha hecho creer a la gente, los Padres Fundadores de EE.UU. eran escépticos y le temían a la democracia. Estaban al tanto de los peligros que acompañan a la tiranía de la mayoría. Los autores de la Constitución se esforzaron considerablemente en asegurarse que el gobierno federal no estuviese basado en la voluntad de la mayoría y no fuese, por lo tanto, democrático.
La Constitución dividía al gobierno federal en las ramas legislativa, ejecutiva y judicial. Cada rama estaba diseñada para limitar el poder de las otras ramas. Los Padres Fundadores no querían depender solamente de los electores para limitar el poder del Estado. Por lo tanto, los ciudadanos recibieron muy poco poder para elegir las autoridades federales. Ni el presidente, ni los miembros del poder judicial, ni el Senado eran elegidos mediante el voto popular directo. Sólo los miembros de la Cámara de Representantes eran directamente elegidos mediante el voto popular. Incluso en ese caso, el derecho era considerablemente restringido.
Si los autores de la Constitución no adoptaron la democracia, ¿a qué se adherían? Para un hombre, ellos acordaron que el propósito del Estado era aquel de asegurarle a los ciudadanos la trilogía de derechos de John Locke: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Los autores de la Constitución escribieron de manera extensa y elocuente. Sobre la propiedad, por ejemplo, John Adams escribió que “el momento en que la idea es admitida en la sociedad, de que la propiedad no es tan sagrada como las leyes de Dios, y de que no hay una fuerza de Derecho y de la justicia pública que la proteja, comienzan la anarquía y la tiranía”.
Las acciones de los Padres Fundadores muchas veces comunicaron más eficazmente que sus palabras. Alexander Hamilton, un abogado distinguido, aceptó varios casos famosos solamente por defender principios. Luego de la Guerra Revolucionaria, el estado de Nueva York estableció medidas severas en contra de aquellas personas que permanecieron leales a la corona británica y de los súbditos británicos. Estas incluían la Ley de Confiscación (1779), la Ley de Citación (1782) y la Ley de Ingreso sin Autorización (1783). Todas estas medidas involucraban la confiscación de propiedades. Desde el punto de vista de Hamilton, estas leyes ilustraban la diferencia inherente entre la democracia y la ley. Aunque las leyes eran ampliamente populares, estas desobedecían principios fundamentales del derecho de propiedad. Hamilton llevó sus ideas a la acción y defendió exitosamente —frente a una hostilidad pública enorme— a aquellos cuyas propiedades habían sido confiscadas en virtud de estas tres leyes del estado de Nueva York.
La Constitución fue diseñada para promover la causa de la libertad, no de la democracia. Para lograr eso, la Constitución protegía los derechos de los individuos de transgresiones del Estado, así como también de sus conciudadanos. Con ese propósito, la Constitución estableció reglas claras, inequívocas y ejecutables que protegiesen los derechos de los individuos. Como resultado, la envergadura y tamaño del Estado fueron estrictamente limitados. La libertad económica, la cual es un requisito para el crecimiento y la prosperidad, fue consagrada en la Constitución.
Después de la colonización europea, EE.UU. consistía en trece colonias inglesas. Estas se beneficiaban de una administración algo superficial desde Londres y de un abandono saludable. Esto contrastaba con las colonias francesas, las cuales eran controladas desde París, y con las colonias españolas, las cuales tenían superestructuras institucionales impuestas desde España.
Sin embargo, no todo andaba bien en las colonias inglesas en Norteamérica. Un importante problema colonial tenía que ver con el dinero. Oficialmente, las monedas de plata inglesas eran la moneda del reino en América. Pero hubo problemas. Las Leyes de Navegación prohibieron la exportación de monedas de plata desde Inglaterra. También hubo una prohibición en contra de que cualquiera de las colonias estableciera casas de moneda. Como resultado, hubo una escasez endémica de monedas de plata en las colonias. Para cubrir esta gran brecha, se emitieron notas de crédito, las cuales circularon libremente durante la primera mitad del siglo XVIII.
Esto resultó en una alta inflación, la cual obligó a que gran parte de las colonias abandonaran los tipos de cambio fijos y las monedas metálicas. Las cosas finalmente empeoraron a tal punto que la Junta Inglesa de Comercio impuso las Leyes de Moneda de 1751 y 1764. Estas prohibían la emisión y uso de notas de crédito no respaldadas enteramente por un metal. Las prohibiciones en contra del papel moneda fueron una enorme fuente de resentimiento en las colonias. Junto con la más famosa Ley de Estampas de 1765, las prohibiciones sobre las notas de crédito crearon el marco para la Declaración de Independencia y la subsiguiente Guerra Revolucionaria.
La Guerra Revolucionaria agravó los problemas monetarios de las colonias. Los mejores cálculos ubican el costo de la guerra entre el 15 y el 20 por ciento del Producto Nacional Bruto de las colonias. Aproximadamente el 85 por ciento de esta guerra fue financiada con dinero fiduciario. Durante el periodo 1775-80, la inflación anual era de alrededor del 65 por ciento. Como consecuencia —y antes de la Convención Constitucional de 1787— la situación económica era tal que los estados individuales aumentaban dramáticamente los impuestos y las regulaciones y el dinero seguía siendo inestable. Además, había mucha corrupción y escándalo en la política. Y por si fuera poco, la economía se encontraba en una depresión general que fue agravada por la crisis de 1787.
Como una reacción a la situación político-económica, se convocó la Convención Constitucional de 1787 en Filadelfia. En el debido tiempo, la Constitución fue redactada y ratificada en 1789. Es un documento corto, claro y comprensible. El preámbulo de la Constitución contiene sólo 52 palabras que están seguidas de siete artículos cortos y diez enmiendas conocidas como la Carta de Derechos, ratificada en 1791. La Constitución original establecía el Estado de Derecho y el gobierno limitado. Cabe destacar que alrededor del 20 por ciento de la Constitución enumera cosas que el gobierno federal y los gobiernos de los estados no pueden hacer, mientras que solamente un 10 por ciento de la Constitución concierne la entrega positiva de poder. En total, los poderes legítimos concedidos por la Constitución eran menos que aquellos que habían existido. Gran parte de la Constitución —alrededor del 70 por ciento de ella— se refiere a la concepción de los autores de su principal objetivo: colocar a EE.UU. y a su gobierno dentro del marco del Estado de Derecho.
La Constitución es un documento principalmente estructural y de procedimientos que indica quién o quiénes deberá (n) ejercer el poder y cómo lo deberá (n) ejercer. Se resalta mucho la separación de poderes y los pesos y contrapesos del sistema. No se trata de una construcción cartesiana o de una fórmula para practicar ingeniería social, sino un escudo para proteger a la gente del Estado. En pocas palabras, la Constitución fue diseñada para gobernar al Estado, no a la gente.
La Carta de Derechos establece los derechos de la gente frente a violaciones por parte del Estado. La única cosa que los ciudadanos pueden demandar del Estado, en virtud de la Carta de Derechos, es un juicio con un jurado. El resto de los derechos de los ciudadanos son protecciones frente al Estado. Durante alrededor de un siglo después de que la Constitución fuera ratificada, la propiedad privada, los contratos y el libre comercio doméstico en EE.UU. fueron sagrados. La envergadura y el tamaño del Estado permanecieron muy restringidos. Todo esto era consistente con lo que se entendía por libertad.
Es necesaria una observación acerca de los Padres Fundadores y el público. Hubo 55 Fundadores y 35 de ellos tenían educación universitaria. Los estándares para ingresar a las universidades en ese entonces eran extremadamente exigentes y estrictos. A los 14 y 15 años, la edad normal para ingresar a la universidad, a los estudiantes se les requería tener fluidez tanto en latín como en griego y ser competentes en los Clásicos. Eran expertos en el arte de la retórica y estaban profundamente conscientes de la necesidad de conseguir respaldo popular para su proyecto constitucional. Para los Fundadores, las políticas tenían que ser desarrolladas desde abajo hacia arriba.
En ese entonces, los estadounidenses estaban alfabetizados y bien informados, a través de panfletos y manuscritos, acerca de los debates políticos del momento. La cantidad de periódicos en EE.UU. en esa época cuadruplicaba la de Francia, país que era el centro del pensamiento continental y del debate acerca de muchas cuestiones constitucionales y filosóficas. Los Federalist Papers (Documentos Federalistas) fueron publicados en 1787 y 1788 en el Independent Journal de Nueva York, un periódico común y corriente. Estos importantes ensayos —escritos por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, bajo seudónimos— eran de alta calidad y crearon el marco para la Convención Constitucional y el producto resultante. Vale la pena mencionar que Hamilton organizó este proyecto, escribió gran parte de los ensayos y, de entre todos los Padres Fundadores, fue él quien desempeñó gran parte del trabajo intelectual por el menor crédito histórico. Dicho esto, dos economistas notables le han dado a Hamilton lo que le corresponde. Lionel Robbins pensó que los Federalist Papers eran “el mejor libro sobre ciencias políticas y sus aspectos prácticos escrito en los últimos mil años”. Y si eso no fuera suficiente, Milton Friedman escribió en 1973 que el Federalista No. 15, escrito por Hamilton, “contiene un análisis más convincente del Mercado Común Europeo que cualquier otro que he visto salir de la pluma de un escritor moderno”.
Luego de que la Constitución fuera ratificada y George Washington fuera electo presidente, el nuevo gobierno federal carecía de credibilidad. Las finanzas públicas oscurecían los prospectos del gobierno. Recordemos que el dinero de papel y la deuda fueron innovaciones de la era colonial y que una vez que empezó la Guerra Revolucionaria, los estadounidenses abusaron de estas innovaciones. Como resultado, EE.UU. nació en un mar de deuda. La mayoría de la gente favorecía una mora en el pago de la deuda. Alexander Hamilton, en su cargo como Secretario del Tesoro de Washington, se opuso firmemente a una mora. Como cuestión de principios, argumentó que la inviolabilidad de los contratos era el fundamento de toda moralidad. Para efectos prácticos, Hamilton argumentó que el buen gobierno dependía de su habilidad de cumplir con sus promesas.
Hamilton ganó la discusión y se dedicó a sacar al país de su debacle financiera. Entre otras cosas, Hamilton era —lo que hoy se llamaría— un ingeniero financiero de primera clase. Estableció un fondo federal de amortización para financiar la deuda de la Guerra Revolucionaria. También diseñó un importante intercambio de deuda en el cual las deudas de los estados individuales fueron asumidas por el nuevo gobierno federal. Para agosto de 1791, los bonos federales se vendían sobre par en Europa y, para 1795, todas las deudas extranjeras habían sido canceladas. La solución de Hamilton para el problema de la deuda de EE.UU. le dio al país una descarga de credibilidad y de confianza.
Hasta aproximadamente la Primera Guerra Mundial, la situación de la política económica de EE.UU. estaba en línea con el espíritu de la Constitución. La economía floreció, con importantes aumentos en los insumos de trabajo y capital, así como también un sólido crecimiento de la productividad. Hubo, por supuesto, una interrupción casi fatal durante este periodo: la Guerra Civil. La guerra consumió entre el 15 y el 20 por ciento del PNB, casi la misma proporción que la Guerra Revolucionaria. Las finanzas de guerra eran algo parecidas en la Confederación (el Sur) a lo que habían sido durante la Guerra Revolucionaria. Alrededor del 60 por ciento del financiamiento sureño venía de la impresión de papel moneda. El Norte también recurrió al financiamiento con dinero fiduciario, pero sólo a una tasa del 13 por ciento. Como resultado, hubo una oleada de inflación. Además del importante trastorno causado por la Guerra Civil, vale la pena mencionar una importante anomalía en la economía estadounidense: las tierras que le pertenecían al gobierno federal, así como a los gobiernos estatales y locales.
Alexander Hamilton, el primer Secretario del Tesoro, quería venderle a la gente la tierra tan pronto como fuera posible. Esto no ocurrió. Como consecuencia, el Estado todavía posee una gran cantidad de bienes raíces. Su área superficial es alrededor de seis veces más grande que el área total de Francia. Esta es una empresa estatal. Como podría imaginarse, también es poco productiva. Estudios detallados de las tierras que son propiedad del Estado indican que solamente alcanzan el 25-30 por ciento de la productividad de aquellas que son propiedad privada.
Las tierras públicas en EE.UU. han sido el centro de repetidos debates acerca del sistema de libre mercado en el país. De hecho, la Asociación Estadounidense de Economía se colocó en el centro de uno de estos debates. Un motivo, posiblemente el principal, para fundar la Asociación Estadounidense de Economía era protestar contra las actitudes laissez-faire en EE.UU. ¡No debería sorprender que la edición de mayo de 1885 del American Economic Review contenga tres estudios justificando la retención de los terrenos madereros del Estado!
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el gasto público era menos del 2 por ciento del PNB y el 99 por ciento de la población no pagaba impuesto sobre la renta. Recién se había creado el impuesto sobre la renta, pero la tasa más alta era de solo de 7 por ciento y se aplicaba a los ingresos que excedían los $500.000. El gobierno federal tenía alrededor de 400.000 empleados, menos del 1 por ciento de la fuerza laboral. Alrededor de 165.000 soldados estaban en servicio activo. No existía regulación alguna de los mercados de capitales o de trabajadores. La producción y distribución agrícola tampoco estaban reguladas. No había salario mínimo ni seguridad social. Un área en la que había una intervención relativamente agresiva en la economía era aquella de las tarifas que cobraban los ferrocarriles. La legislación antimonopolios también era fuerte.
La conflagración de la Primera Guerra Mundial marca una ruptura violenta con la letra y el espíritu de la Constitución. Los derechos de propiedad fueron suspendidos a gran escala. Hubo nacionalizaciones de gran envergadura de ferrocarriles, telefonía, telegrafía y, en un grado menor, de las embarcaciones navales. Más de 100 fábricas de manufacturas fueron nacionalizadas. El gobierno se involucró en la relación entre los trabajadores y los patronos con la Ley Adams de 1916. Se estableció el servicio militar obligatorio. La Ley de Espionaje fue aprobada en 1917. La Ley de Sedición de 1918 impuso penalidades sobre las expresiones anti-gobierno, socavando la Carta de Derechos. El novelista Upton Sinclair de hecho fue arrestado por leer la Carta de Derechos y Roger Baldwin, uno de los fundadores de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU), fue arrestado por leer la Constitución. El presidente Woodrow Wilson logró todo esto con los poderes de emergencia que el Congreso le concedió en 1916.
Gran parte de este aparato anti-constitucional fue desmontado después de la Primera Guerra Mundial. No obstante, permanecieron algunos residuos y estos resurgieron eventualmente. Todo lo que se necesitó para ello fueron otras emergencias nacionales —la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam, y así sucesivamente. Con cada una, se aprobaron leyes, se crearon entes federales y crecieron los presupuestos. En muchos casos, estos cambios resultaron ser permanentes. El resultado es que las crisis sirvieron de catalizador, desviando la tendencia del tamaño y envergadura del Estado hacia un nivel mucho más alto.
No debería sorprendernos que los estados gastan más dinero y regulan más activamente durante las crisis —las guerras y los rescates económicos son costosos y complicados. Pero un Estado más activo también atrae oportunistas, quienes perciben que una emergencia nacional puede servir de pretexto útil para lograr sus propios objetivos.
EE.UU. y otros países parecen no estar más conscientes de esto hoy que lo que estuvieron en el pasado. Y aún así, la historia ha dado muchos ejemplos que ilustran lo dañino que es. Veamos la Gran Depresión. En ese momento, los grupos de presión agrícolas, habiendo intentado obtener subsidios durante décadas, se aprovecharon de la crisis para aprobar un amplio paquete de rescate, la Ley de Ajuste Agrícola, cuyo título la declaraba ser “una ley para aliviar la actual emergencia económica nacional”.
Casi 80 años después, los agricultores todavía están succionando dinero del resto de la sociedad y la política agrícola ha sido ampliada para satisfacer una variedad de grupos de presión, incluyendo conservacionistas, nutricionistas y amigos del Tercer Mundo. Luego, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno representaba alrededor de la mitad del PIB de EE.UU., prácticamente cada grupo de interés intentaba obtener algo del abultado presupuesto del gobierno. Aún departamentos federales aparentemente ajenos al esfuerzo de la guerra, tales como el Departamento del Interior (el cual está a cargo de las tierras estatales y de los recursos naturales), declararon estar desempeñando “trabajos esenciales para la guerra” y tener derecho a presupuestos y un personal todavía más grandes.
Dentro del gobierno estadounidense, la guerra contra el terrorismo le ha dado la excusa a una multitud de oportunistas provincianos, cuyas propuestas incluyen rescatar aerolíneas y nacionalizar la producción de vacunas. Como consecuencia, el ex presidente George W. Bush —supuestamente un conservador— lideró una expansión del Estado que marcó un hito. Esta tendencia continúa con el presidente Barack Obama, un intervencionista.
¿Qué podemos aprender de todo esto? Primero, “democracia” y “libertad” no son palabras intercambiables. Segundo, sólo el primer siglo de la experiencia estadounidense representa un parámetro de libertad. Expandir la democracia es un eslogan que requiere de mucha precaución. Puede convertirse fácilmente en una tiranía electa. La libertad es el concepto. Nuestro reto es convencer a cada ciudadano de los beneficios que fluyen de la puesta en práctica de la libertad. La libertad incluso podría florecer de formas muy diversas e inesperadas en diferentes partes del mundo.
Referencias:
Adams, John. The Works of Johns Adams, Second President of the United States, editado por Charles Francis Adams, Vol. VI. Boston, MA: Charles C. Little y James Brown, 1851.
Friedman, Milton. “Alexander Hamilton on the Common Market”, Newsweek, 4 de Junio de 1973.
Robbins, Lionel. A History of Economic Thought, the LSE Lectures, editado por Steve G. Medema y Warren J. Samuels. Princeton, NJ: Princeton University Press, 1998.

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