Divulgación - Abel Fernández
En esta serie de artículos analizaremos brevemente la multitud de problemas con los que cuenta el concepto de competitividad aplicado a los países. La causa de la extensión del término se encuentra posiblemente en lo sencillo de las metáforas y las comparaciones con la realidad de una empresa. Pero un país no es una empresa, y las múltiples diferencias entre un tipo de entidad y la otra pueden llevar a comparaciones y argumentos erróneos.
El error sistemático en la medición del concepto "exportaciones"
Una de las variables centrales para los argumentos de competitividad son las exportaciones de un país. Pero el término "exportación" es un poco difuso, o, para ser exactos, no es comparable entre países con tamaños geográficos y poblacionales distintos. ¿Qué es una exportación? Es una venta en bruto (es decir, hablamos de precio x cantidad, no de VAB) de un bien o conjunto de bienes... a un agente económico situado en el "extranjero".
Pero imaginemos que les hacemos la pregunta "¿Qué es un extranjero?" a dos personas distintas: a un comerciante que vive en Andorra La Vella y a otro que vive en Denver. Para el andorrano, el 99,99% de los habitantes del mundo son extranjeros y está bastante habituado a hacer negocios con ellos. En cambio, el habitante de Denver tiene a su alrededor 310 millones de personas que considera sus compatriotas y a los que suele vender la práctica totalidad de su producción. Así, el concepto de exportación tiene un significado distinto allí donde lo apliques, en función del tamaño de cada unidad nacional.
Más sistemáticamente, podemos decir que el concepto de exportación es un concepto teórico no observable que simboliza la apertura de un agente o grupo de agentes al exterior pero que sufre de un grave problema de agregación. Supongamos dos entidades geográficas A y B. La unidad A tiene 100 trabajadores, 150 unidades de capital, PIB por valor de 200 y exportaciones por valor de 50. La unidad B tiene 80 trabajadores, 140 unidades de capital, PIB por valor de 160 y exportaciones por valor de 40. El cuadro siguiente resume las características de cada país y qué sucedería con dichas características ante una hipotética unión de ambos países.
Para el número de trabajadores, el capital y la producción no hay ningún problema, se suman sin más. El problema con la variable exportaciones es que, en el momento que ambos países se juntasen, las antiguas ventas de uno a otro dejarían de considerarse como exportaciones por tratarse ya del mismo país. Si, como muestra el siguiente gráfico, de los 50 y 40 hipotéticos euros que exportaban A y B con anterioridad a la unión, 15 de cada país correspondiesen a ventas al otro, en el cómputo de las exportaciones conjuntas perderíamos 30 unidades. Así, en vez de tener unas exportaciones conjuntas de 90 unidades, éstas serían sólo de 30. Y mientras cada país por separado tenía una apertura del 25%, si los considerásemos un único país sólo tendrían una apertura del 16,7%.
Llevando el argumento al extremo, si todos los países del mundo se unieran en uno sólo… ¡no habría exportaciones! En cambio, si considerásemos a cada empresa un país propio, la práctica totalidad de sus ventas se realizaría “al exterior”. Resumiendo: existe un error de medición sistemático en la construcción de la variable exportaciones. El error es sistemático porque, cuanto más grande un país, más flujos internos dejan de contabilizarse como ventas externas y menores son sus exportaciones: de ahí que un de los países más competitivos del mundo, Estados Unidos, tenga unas exportaciones de aproximadamente el 10% del PIB mientras las de Bélgica superan el 90% de su PIB. Mientras para un estadounidense no se considera una exportación una venta a un estado vecino, sí se considera así una venta de Bélgica a Holanda.
El problema con el error de medición
Es cierto que los errores de medición están en todas partes, especialmente en las macromagnitudes. La diferencia en este caso es que la mayoría de dichos errores son aleatorios, es decir, tan probable es que se mida mal el PIB una unidad a la baja como al alza, y que los errores aleatorios de medición no tienen por qué ser extremadamente problemáticos a la hora de argumentar y testear hipótesis de política económica. Si la variable que estamos examinando contiene un error aleatorio, nuestras conclusiones tendrán un poco menos de fiabilidad de la esperada, pero no estarán sesgadas (equivocadas). Pero con un error de medición sistemático (no aleatorio) las cosas cambian.
Sin entrar al detalle en los problemas estadísticos (consultar para iniciarse en ello “Errors in variables models”), las conclusiones a las que lleguemos pueden estar sesgadas. Es decir, que serían conclusiones erróneas. Y aunque haya quien pueda argumentar que esto es un problema al comparar niveles (exportaciones absolutas) pero que no tiene por qué darse al estudiar las variaciones anuales de las mismas, hemos de recordar que la expansión del comercio no es geográficamente neutral, como nos recuerda el enigma de la distancia. Las variaciones tienen distinta intensidad en función de la distancia, y la probabilidad de que dos áreas económicas sean consideradas un mismo país depende también... de la distancia entre las mismas.
En el siguiente artículo sobre la competitividad trataremos el problema de su indefinición como concepto y la imposibilidad de que un país quiebre en un sentido empresarial.
En el primer número de esta serie comenzamos argumentando que la magnitud que más se asocia al concepto de competitividad, las exportaciones, contiene un grave error sistemático de medición que impide las comparaciones entre países y en el tiempo. Aunque no parezca la forma más ortodoxa de introducir un debate sobre el término competitividad, ilustra bastante bien los problemas y el desconocimiento que rodean a este enfoque de análisis de la realidad internacional. Ahora nos centraremos en la pregunta que inicia realmente el debate. ¿Qué se entiende por competitividad?
El concepto está bien definido en su aplicación al mundo empresarial. La competitividad de una empresa puede definirse como su capacidad para ofrecer un producto más barato o de mayor calidad, o cualquier combinación de ambos factores. En un contexto de competencia perfecta, implica vender el producto homogéneo a precios de mercado pero con menores costes de producción, lo cual se traduce en mayores beneficios. La falta de competitividad se asocia con la incapacidad de competir ni en precio ni en calidad, lo cual suele ser sinónimo de quiebra y desaparición de la empresa.
La competitividad de las naciones
Pero, ¿qué significa el concepto de competitividad aplicado a las naciones? Así como otros conceptos están claramente definidos (la productividad es el número de unidades de producto por unidad de factor productivo, la elasticidad-renta de la demanda es el cambio porcentual en la demanda como respuesta a variaciones en la renta, etc.), la competitividad macro carece de una definición clara. Y, por supuesto, carece de unidad de medida. El propio Global Competitiveness Report (editado por el World Economic Forum, cuyo coordinador es actualmente Xavier Sala i Martin), la define como sigue:
”Definimos la competitividad como el conjunto de instituciones, políticas y factores que determinan el nivel de productividad de un país.
A continuación, el documento construye un índice de competitividad basado en doce pilares: instituciones, infraestructuras, estabilidad macroeconómica, salud y educación primaria, educación superior y formación, eficiencia en el mercado de bienes, eficiencia en el mercado laboral, sofisticación en el mercado financiero, avance tecnológico, tamaño de mercado, sofisticación empresarial e innovación. Estos pilares engloban, a su vez, la práctica totalidad de los factores que los investigadores han asociado con el crecimiento y la productividad. Podríamos entonces argumentar que estamos ante un problema semántico y que por competitividad entendemos todo aquello que lleve al crecimiento. Incluso el informe del World Economic Forum podría tener una utilidad: proporcionar una imagen comparada de los países del mundo, un espejo en el que mirarse y darse cuenta de qué falla en tu propio país (¡quizás ya tienes suficientes infraestructuras pero tu sistema institucional está muy atrasado!).
El problema con el uso del concepto
Pero el problema real con la definición del concepto de competitividad es su frecuente asociación a la competencia con otras naciones y los paralelismos con la competencia empresarial, en el sentido de que, si no somos capaces de competir con otras naciones, no podremos vender nuestros productos, nuestras empresas cerrarán y habrá paro masivo.. Este tipo de razonamiento, que podríamos llamar retórica de la competitividad empresarial, esconde errores mayúsculos, probablemente causados por una visión estática de la economía. En efecto, en el corto plazo una empresa puede cerrar si es incapaz de ofrecer mejor calidad o menores precios que sus nuevos competidores en tal o cual país. Desaparece la empresa como persona jurídica, desaparece una tecnología productiva que no era rentable y desaparecen (al liquidarse) sus activos y pasivos.
Pero sus componentes por separado no desaparecen. Las personas, cuyo capital humano no se liquida con la desaparición de la empresa, siguen perteneciendo a su mismo país y buscarán una nueva forma de organizarse en una actividad que sí sea rentable. Incluso otros activos, como las instalaciones, serán generalmente asignados a otro uso productivo tras la liquidación. Los países, por tanto, no pueden quebrar en un sentido empresarial: sus instituciones internas cambian y se adaptan en cada nueva realidad.
Desde el punto de vista de la competitividad, una empresa es una tecnología, una forma de organizar factores productivos con un umbral (la rentabilidad) que determina su existencia. En cambio, un país es, en el sentido económico, la agrupación de los factores productivos poseídos por sus habitantes. Las formas en que dichos habitantes organizarán sus recursos para producir bienes nacerán y desaparecerán, y ese proceso generará mayor o menor riqueza dependiendo del funcionamiento institucional de cada país, porque los determinantes de la productividad y del crecimiento se encuentran dentro de nuestro propio país.
Y aquí se encuentra uno de los mayores problemas con el concepto de competitividad: la tendencia a situar los factores de nuestro progreso fuera de nuestras fronteras, lo cual tiene un doble efecto pernicioso, (i) el culpar a otros países de nuestras propias carencias, retórica muy útil para los sectores en declive necesitados de proteccionismo y (ii) la ausencia de responsabilidad política ante un chivo expiatorio al que señalar. Las consecuencias de dicha retórica no son triviales, dados los ingentes recursos que se dedican a mantener con vida sectores inviables en los países desarrollados.
En los próximos números de esta serie hablaremos de la incongruencia de utilizar ciertos indicadores clave como sinónimos de competitividad o de falta de ella, en especial los costes laborales y la inflación. Cerraremos la serie con un (esperamos) provocador argumento que llamaremos “el test de Turing” del concepto de competitividad. Pronto descubrirán por qué.
Comenzamos la entrada con una cita:
"¿Qué diablos van a producir en Noruega con esos salarios tan altos? ¡Con esos salarios no pueden ser competitivos en nada!"
La cita es relevante por dos motivos. En primer lugar, porque proviene de un profesor de economía política de la London School of Economics especialista en la materia; en segundo lugar, porque es una opinión muy compartida -y, a menudo, pretendidamente sofisticada- entre muchos círculos de discusión. También es cierto que toda idea muy extendida puede tener su parte de razón. ¿Qué hay de cierto y qué no en dicha idea?
Salarios y productividad
A nadie que haya estudiado microeconomía se le escapará la poderosa idea de que es la productividad, o la competitividad, la que determina los salarios. Es de suponer que pocas personas en el mundo tienen tanta simpatía con suizos o daneses como para pagarles por sus bienes o servicios mucho más de lo que realmente merecen. De hecho, la simpatía en este aspecto suele circular en sentido contrario, hacia los ciudadanos más pobres del mundo.
Es decir, si los salarios son muy altos en Massachussets, Lausanne o Londres es principalmente por dos motivos:
- Porque muchas de las actividades que allí se realizan se comercializan a nivel mundial y son altamente valoradas y remuneradas.
- Los mayores ingresos de las actividades comercializables se traducen en mayores precios (y los salarios) en los servicios no comercializables en dicha zona –como el clásico ejemplo de los taxistas de Nairobi frente a los taxistas de New York-.
Ambos motivos son conocidos y ninguno de ellos supone un problema para la productividad, sino que son un reflejo de ella. La teoría clásica predice que la demanda de un bien o servicio es la que determina los precios de los factores productivos. El trabajo es un factor más, y por tanto un mayor salario es el reflejo de una mayor demanda del bien o servicio que éste produce.
Además, este fenómeno es aún más pronunciado en los casos en que el factor trabajo es relativamente inelástico, es decir, más escaso o difícil de sustituir, como en las actividades intensivas en conocimiento. Imagine una empresa de diseño cuyos ingresos aumentan con fuerza debido a la alta calidad del trabajo de sus creativos, difíciles de sustituir. ¿Qué factor pasará a estar mejor remunerado?, ¿el material de oficina, el equipamiento informático o los creativos? Piense en cambio en el ejemplo de una cadena de restaurantes que pasa a ser más rentable por una mejora logística introducida por los directivos. ¿Se pagará mejor por ello a los cocineros? No, la mayoría de los nuevos ingresos irán a parar al equipo directivo.
En resumen, en aquellos casos en que no existen fricciones, los salarios no suponen ningún problema para la competitividad de un país, puesto que se determinan en función de la productividad y de las variaciones de la demanda. ¿Cuándo suponen, entonces, un problema los salarios?
Fricciones, “sticky wages” y negociación colectiva
La respuesta es sencilla: los salarios no suponen un problema para la competitividad cuando son altos, sino cuando diversos obstáculos impiden que su determinante sea la productividad. Este es el punto clave de la discusión y aquel cuya mala comprensión lleva a demonizar los salarios altos como un problema. Cuando un obstáculo o fricción impide que un puesto de trabajo sea remunerado conforme a su productividad pueden ocurrir varios problemas:
- Si los salarios se encuentran por encima de su productividad equivalente pero son rígidos a la baja, las empresas se encuentran en serios problemas, pues no pueden ajustar sus costes a lo que el demandante final está dispuesto a pagar. La empresa deja de ser competitiva y se encuentra en peligro. En este caso, el ajuste suele producirse a través de despidos y cierres de empresas
- Si los salarios son rígidos hacia arriba, un sector puede tener dificultades para atraer a los mejores talentos o para incentivar el esfuerzo, con lo cual tendrá un enorme problema de competitividad en calidad. Un buen ejemplo es la universidad pública, incapaz de pagar lo suficiente como para atraer a los mejores de cada campo debido a su rígido esquema de retribuciones, o de ofrecer los incentivos suficientes para que se realice investigación y docencia de calidad, que se deja al voluntarismo de cada caso individual.
- La negociación colectiva puede causar a la vez ambos problemas, al imponer salarios sus variaciones por convenio sin atender al caso específico de cada empresa. No obstante, el peligro real de la negociación colectiva es menor del que a menudo se le achaca, pues las empresas tienen otras vía para ser flexibles en las retribuciones –al menos al alza-: las escalas de puestos laborales.
Si bien es cierto que los primeros informes sobre competitividad eran muy simplistas en este aspecto, el World Economic Forum recoge ya en su Global Competitiveness Report la problemática real de los salarios, al evaluar para cada país características como la flexibilidad en la determinación del salario, la relación entre salario y productividad o la forma en que se conducen los contratos y los despidos.
Las buenas noticias de todo ello son que muchos de los problemas de competitividad que existen en la economía española dependen de factores, como la regulación del mercado laboral, sobre los cuales se puede actuar con rapidez. De hecho, la divergencia entre salario y productividad es un problema recurrente en casi todo el sector público, en el que la rigidez en la retribución de sus empleados desincentiva dificulta la excelencia y deja sin castigo la falta de esfuerzo.
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