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martes, 14 de diciembre de 2010

Euro y deuda soberana, de Jordi Gual en La Vanguardia

Una interpretación de los acontecimientos de los últimos meses es que la crisis financiera internacional está poniendo a prueba la viabilidad de la unión monetaria en Europa. Otra visión, más constructiva, es que la crisis constituye una oportunidad histórica para asentar el euro sobre unas bases políticas y económicas más sólidas.

Los primeros años de funcionamiento del euro han sido en gran medida un éxito. Sin embargo, sus fundamentos económicos y políticos están aún por finalizar, y ello está precisamente en la raíz de la actual crisis. Parte de la lógica del euro se basaba en que con su introducción los tipos de interés bajaran en los países de la periferia, y que los flujos de capital circularan hacia esta zona, al desaparecer el riesgo de tipo de cambio.
Dos circunstancias, sin embargo, acentuaron este proceso hasta niveles perniciosos. En primer lugar, los bajísimos tipos de interés originados por una política monetaria laxa para el conjunto de la eurozona. Y en segunda instancia, la sorprendente desaparición de la prima de riesgo para aquellos países que históricamente habían sido fiscalmente más débiles, y que – de repente-pasaban a ser considerados por los mercados como modelos de rigor fiscal, comparables al punto de referencia que supone Alemania.
Estos dos fenómenos alimentaron unos flujos de crédito que propulsaron el gasto y la inversión en la periferia. En algunos lugares, como Portugal y Grecia, se financió el déficit público. En otros, como España e Irlanda, los préstamos se canalizaron a la inversión privada, incluyendo naturalmente el sector inmobiliario.
En paralelo a este proceso de generación de elevados niveles de endeudamiento, y en parte propiciado también por las enormes facilidades financieras, se han registrado retrocesos en la convergencia en competitividad entre los distintos países de la eurozona. Es decir, los países periféricos, con escasas reformas de sus procesos de formación de precios y salarios, y con poco progreso en términos de productividad, han registrado una gradual pérdida de competitividad en precios. Es decir, han tenido lugar unos aumentos de precios y salarios que no obedecían a mejoras productivas y que han ofrecido temporalmente la sensación de enriquecimiento, pero en el fondo han erosionado la posición competitiva de estos países.
La conjunción de elevados niveles de endeudamiento y crecientes desequilibrios competitivos no fue incorporada por los mercados financieros al coste de la deuda pública, ni tampoco sustancialmente al de la deuda privada.
Con la llegada de la crisis internacional y su impacto recesivo, los inversores han caído en la cuenta de los desequilibrios que se habían acumulado. Ese reconocimiento, junto a la incertidumbre sobre el grado de apoyo fiscal mutuo entre los países de la eurozona, ha provocado el desconcierto de los inversores, y las actividades especulativas de algunos, que intentan aprovechar la debilidad del marco jurídico-político de la zona euro. Es decir, de la ausencia de reglas claras sobre las condiciones bajo las cuales alguno de los gobiernos de la zona euro puede o no suspender pagos, y en qué medida ello afecta al resto de los socios.
Es preciso clarificar cómo se distribuye el coste del impago de la deuda soberana emitida por cualquier país de la eurozona
En una columna previa analizaba la génesis de la crisis de deuda en la zona euro. Un paso imprescindible para la cuestión más importante ¿Y, ahora, qué se puede hacer?
Como argumentaba entonces, la Unión Europea debe aprovechar la crisis para despejar las incógnitas sobre las reglas fiscales que rigen en la eurozona.
Esto requiere actuaciones en, al menos, los siguientes frentes:
1) En primer lugar, los países que han incurrido en desequilibrios excesivos, España incluida, deben implementar programas de estabilidad fiscal y reformas estructurales que gradualmente corrijan los desequilibrios y permitan sentar las bases de un crecimiento económico que permita devolver las deudas.
2) Los países acreedores deben mantener el flujo de financiación para no asfixiar a los países prestatarios y permitir la refinanciación y una reducción gradual de la deuda. Está en su propio interés. Y cuando los mercados se calmen esto debería hacerse por el propio sector privado, sin necesidad de intervención de los fondos excepcionales creados por la eurozona.
3) Al objeto de sentar las bases para que una crisis parecida no vuelva a suceder, es preciso clarificar cómo se distribuye el coste del impago de la deuda soberana emitida por cualquier país de la eurozona. Debe tratarse de un mecanismo que discipline tanto al país que demanda fondos, como a los ofertantes. Y por tanto, se debe contemplar que el inversor pueda sufrir algún recorte en el principal de su inversión, puesto que el país en dificultades no debe ser rescatado por sus socios, y esta norma debe ser creíble.
4) Junto a ese mecanismo de mercado es necesario, tanto en términos de eficiencia económica como de compromiso político, avanzar simultáneamente en cierto grado de política presupuestaria compartida. Ya sea como mecanismo atenuador de las diferencias cíclicas en el crecimiento entre los diferentes países de la eurozona, o como mecanismo de seguro compartido entre ellos, por ejemplo mediante la emisión conjunta de bonos.
5) Y finalmente, es preciso solventar la situación actual, garantizando el funcionamiento de los mercados de deuda pública, con intervención del BCE si es necesario, pero al mismo tiempo exigiendo a los países en dificultades programas creíbles de estabilización y reforma. En los casos extremos, como ha ocurrido con Grecia e Irlanda, utilizando los mecanismos financieros que se han diseñado – que también constituyen un cierto grado de compromiso político de compartir el riesgo-para facilitar el ajuste de las economías afectadas, al tiempo que se impone la necesaria disciplina económica.
En definitiva, la crisis de deuda soberana es importante y adquiere en algunos momentos tintes dramáticos. Pero, como toda crisis, es también una oportunidad para asentar la moneda común con unas bases más sólidas que los europeos no debemos dejar pasar.
Jordi Gual. Economista jefe de La Caixa y profesor del Iese.


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